Rubén Amón-EL CONFIDENCIAL

El batacazo de Ciudadanos precipita el peligro de la extinción política y urge a la dimisión del líder naranja. Los resultados han sido inferiores a cuanto anunciaban las peores encuestas

La sede de Ciudadanos ha quedado como el gimnasio de ‘Carrie’. Un incendio. Una masacre. Un escarmiento descomunal. Se han pinchado los globos naranjas como una alegoría de la depresión. Ha ardido el confeti como en la novela de Stephen King. Y Rivera se ha caído con todo el equipo. No se trata de una metáfora: la guardia pretoriana —Villegas, Girauta, Hervías, Gutiérrez, Bal— se ha quedado sin asiento en el Parlamento nacional.

Resulta inevitable, urgente, la dimisión de Rivera, fundamentalmente porque el modelo del hiperliderazgo, del cesarismo, tanto atribuye la gloria de la victoria como implica la humillación de la derrota. Los resultados han sido inferiores incluso a cuanto anunciaban las peores encuestas. El voto del cabreo ha dado alas a Vox y se las ha quitado a Rivera.

No parecía darse cuenta el matador cuando compareció entre los escombros. Convocó una ejecutiva. Aludió a un congreso extraordinario, pero no dijo explícitamente lo que tenía que decir: me marcho. Como lo hizo Rajoy. Y como nunca hará Iglesias.

No parecía darse cuenta el matador cuando compareció entre los escombros. Convocó una ejecutiva, pero no dijo lo que tenía que decir

Debía percatarse Rivera de que ni siquiera es Ciudadanos un partido nacional. Únicamente adquiere representación en cuatro comunidades. Ha perdido todos los senadores. Y es la octava fuerza política de Cataluña. O sea, la última.

Impresiona este último detalle del escrutinio, porque Inés Arrimadas todavía lidera al primer partido del Parlament. Y porque ha sido precisamente Cataluña el escenario “en llamas” que ha aprovechado Vox para adjudicarse el discurso del españolismo, del orden y de la autoridad. Quiere decirse que Ciudadanos se ha desangrado a favor del partido de Abascal. También se ha vaciado en la orilla popular y en la socialista, pero el drama del 10-N arrebata a Rivera el banderín del patriotismo y del constitucionalismo. Se ha quedado tan desnudo como aquel cartel electoral en el que decidió despelotarse en 2006.

Los errores de Rivera, muchos, no justifican un castigo tan descomunal, pero el viaje de la alternativa (57 escaños) a la extinción (10) tanto despeña al jinete de la nueva política y de la renovación como penaliza al partido de audiencia más volátil e indefinida.

Debía haberlo tenido en cuenta Rivera cuando emprendió la estrategia de la confusión. El líder exánime de Cs ha contorsionado a sus votantes sin haberlos fidelizado antes. No los ha confortado ni cuidado. Los ha distraído. Y los ha expuesto a la misma incertidumbre que provocó la fuga de Toni Roldán, Francesc de Carreras, Javier Nart, Xavier Pericay…

Todos ellos objetaron que Cs consolidara el imperio territorial del PP —¿dónde estaba la regeneración?— y que convirtiera el antisanchismo en un dogma irrenunciable. El patriotismo de Rivera tendría que haber implicado un acuerdo de legislatura y hasta de gobierno con el PSOE. Porque el pacto reunía la mayoría absoluta. Porque ya se habían puesto de acuerdo Sánchez y Rivera en 2016. Y porque el consenso servía para eludir el populismo y el soberanismo.

El líder exánime de Cs ha contorsionado a sus votantes sin haberlos fidelizado antes. No los ha confortado ni cuidado. Los ha distraído

Los votantes han convenido que la culpa de la repetición electoral la ha tenido fundamental y casi exclusivamente Rivera. La indignación del electorado y el voto emocional (Vox) han desfigurado al partido más moderado y más ambiguo. Le han restregado los españoles a Cs una campaña frívola —el perrito— y torpe, cuya vacuidad se resume en la ridiculez del eslogan ‘Liberales ibéricos’, y cuya última vuelta de tuerca —apoyar a Sánchez si fuera necesario— descoyuntó a los últimos descarriados.