Tonia Etxarri-El Correo

La dimisión de Albert Rivera, ya en la noche electoral tras conocer la debacle de sus resultados, estaba cantada. La admitían sus compañeros con indisimulada resignación. Pero su retirada de la política, no. Su despedida, asumiendo todas las responsabilidades del desplome de Ciudadanos (al pasar de 57 a 10 escaños) le honra. A pesar de que no haya exhibido ni un ápice de autocrítica. Pero su retirada de la política, que le ha hecho «tan feliz» porque quiere «seguir siendo feliz», no se entiende. Su ascenso, en estos 14 años, ha sido meteórico. Como ahora su descenso. Estuvo a punto de ser vicepresidente del Gobierno con Sánchez. Llegó a ser la tercera fuerza, como ahora lo es Vox. Y cuando vio que estaba a solo nueve escaños del PP cometió el mismo error que Pablo Iglesias con el PSOE: creer que el ‘sorpasso’ estaba hecho.

Dicen que el principio de su declive fue cuando quiso pescar en el río revuelto de la sentencia de la ‘Gürtel’. Y fantaseó con una dimisión de Rajoy y unas elecciones que le situaban como favorito. Pero Sánchez le ‘madrugó’ la moción de censura y ese movimiento de piezas le pilló con el pie cambiado. Pero, para entonces, Rivera llevaba ya acumulados un pliego de errores. No supo gestionar su éxito en las últimas elecciones autonómicas catalanas, en las que Inés Arrimadas resultó ser la política más votada. Después de muchos meses de desgaste denunciando los abusos del independentismo catalán, optó por descapitalizar a sus cuadros dirigentes. Y siguió con sus bandazos. Quiso sustituir al PP. Luego quiso echar a Sánchez para intentar pactar con él en el último minuto de la campaña electoral.

El segundo movimiento provocó una desbandada de dirigentes fundadores de Ciudadanos. El tercer movimiento resultó extemporáneo y terminó por despistar a sus seguidores. Lo cierto es que mucho antes de la sesión de investidura fallida de Sánchez, a Rivera se le ha visto sin iniciativa, dando golpes de ciego y cada vez más aislado.

Los que le conocen bien malician que su relación con la cantante Malú le ha dejado noqueado. Como si le hubieran cambiado las prioridades. Ha sido «muy feliz» en política pero, apartado de ella, quiere seguir disfrutando de la felicidad. Parece inconcebible ver al mismo Rivera que llegó a la política con una mano delante y otra detrás, con grandes retos, desposeído ahora de cualquier ambición. Llegó en cueros y ahora deja así, en cueros, a sus compañeros de aventura y al centro liberal, que queda difuminado en un Congreso cada vez más radicalizado.