El Correo-J. M. RUIZ SOROA

Es privilegio de cada época traer de nuevo el pasado a escena y volver a agitarlo para reconstruirlo. Pero también lo es negarse a ello y limitarse a sacar físicamente los restos de sus tumbas

La RAE registra hasta 29 acepciones del verbo ‘sacar’. La primera («poner una cosa fuera del lugar donde estaba encerrada») conviene a la decisión de quitar sus restos del mausoleo donde se encuentran para depositarlos en una tumba privada, donde no gocen de la preeminencia simbólica que la basílica de Cuelgamuros les otorgaba. Todas las fuerzas políticas lo pidieron hace ya tiempo en el Congreso y la sensibilidad democrática actual lo exige inexcusablemente, así que poco que comentar al respecto, salvo lo inadecuado del medio legal empleado al efecto, un decreto ley de urgencia, aprobado ayer por la mayoría. Una repentina urgencia que parece dirigida a llamar la atención y que conecta muy bien con otra de las acepciones del verbo ‘sacar’, la de «traer algo al discurso o a la conversación». Así, el Gobierno socialista no pretendería sólo exhumar y trasladar los restos de Franco, sino que buscaría algo de más calado: volver a traer al presente político su figura para que pueda así volver a ser usada en la contienda partidaria actual. Nada más sabroso y resultón que una buena dosis de pasado hórrido. Así que… saquemos a Franco a la palestra.

Esta sospecha se confirma pronto: el presidente del Gobierno ha añadido que es necesaria una comisión de la verdad que establezca una «versión de país» (sic) de lo que ocurrió durante la Guerra Civil y la dictadura franquista. Para ello se convocaría a historiadores en general y a expertos de Naciones Unidas en particular, nada menos. La idea estremece por su simpleza, puesto que trata unos hechos de hace más de ochenta años como si hubieran ocurrido ayer mismo. Las comisiones de la verdad y justicia son instrumentos, de dudoso valor, pensados para transiciones políticas en acto, no para hechos pasados de larga data. Lo sugerido equivale a proponer una comisión de la verdad y la justicia para la conquista de América o para las Cruzadas.

Pero no adelantemos juicios, desarrollemos en su propia lógica la idea de Sánchez. Pues parece claro que la justificación de una comisión como la que propone podría obedecer a la existencia de dos tipos de déficits en lo que se refiere al pasado español: uno sería el cognoscitivo o epistemológico (no se sabe bastante sobre lo ocurrido), otro sería el moral o simbólico (el pasado no ha sido calificado como merece).

Lo primero no puede ni siquiera sugerirse: si hay un episodio del pasado que ha sido historiado, relatado, contado y evocado como ningún otro (aquí y fuera de aquí) es la Guerra Civil española. Los historiadores han hecho eficazmente su tarea, eso es innegable. Lo cual no significa que la historia del hecho en sí esté agotada, ni que la historiografía sea totalmente unánime. Tampoco lo es a la hora de reescribir las revoluciones francesa o soviética, pero nadie en su sano juicio reclamaría una comisión de expertos para ellas. La historia no se trabaja así, ni se colman así sus posibilidades.

Otra cosa es el argumento, que se escucha frecuentemente, de que los ciudadanos actuales no saben muy bien lo que sucedió en el pasado, no han sido instruidos suficientemente acerca de lo ocurrido. Si es así, la respuesta es sencilla: que se molesten y esfuercen por enterarse, puesto que los medios están al alcance de cualquiera. Y si el problema es educativo, basta con educar en lo que ahora parece que se desatiende en la escuela (claro que ¿dónde quedaría la historia particular y ombliguista de nuestro pueblecito si se empieza a hablar de la de España?).

¿Será entonces que existe un déficit moral en nuestra sociedad, que no nos hemos molestado como sociedad en elaborar un canon comprensivo de nuestro pasado, que lo tenemos todavía abierto y supurando, que precisamos de una comisión con baño de lágrimas incluido para orientarnos y hacer las paces con el pasado? Esto parece sugerir Sánchez al pedir que la comisión establezca una «versión de país» del pasado, algo así como que fije un canon definitivo que sane nuestras heridas.

Esta propuesta supone tanto como ignorar que la Guerra Civil no acabó ayer (¡ay, el adanismo sanchesco!), sino que, muy por el contrario, pasaron después de ella cuarenta años de pesada digestión social de lo sucedido. Bajo la dictadura para muchos, en el exilio para otros, pero digestión e interpretación social en todo caso. Cuarenta años. Y que de esta digestión salió un dictamen casi unánime (muy nítido entre los exiliados y más soterrado en el interior): «nunca más». Y salió también una propuesta política concreta acerca del manejo de ese pasado: condena, amnistía y reconciliación nacional. Con ello se hizo la Transición. Ese fue el dictamen de los protagonistas y sus hijos y con ello se edificó el período más libre y más fructífero de nuestra historia. Lo cual demuestra lo acertado del diagnóstico y de la terapia.

¿Tiene sentido pedir ahora a unas tropas de expertos que establezcan un nuevo dictamen histórico y moral? ¿Podría modificar en algo aquel que las generaciones que lo vivieron pronunciaron hace ya cuarenta años? ¿Podría ser más fructífero? ¿Y más auténtico? ¿Valdría socialmente? ¿Para qué exactamente? ¿No es más cierto que para poder cerrar las heridas como se anuncia que se va a hacer acaba por ser necesario… reabrirlas primero?

El pasado tiene muchos usos, como saben bien los historiadores. Y no todos son positivos. También sirve para distraer la atención de una sociedad sumiéndola en querellas ya superadas por los propios actores de ese pasado. Es privilegio de cada época traer de nuevo el pasado a escena y volver a agitarlo para reconstruirlo. Pero también lo es negarse a ello y limitarse a sacar físicamente los restos de sus tumbas. No para pasearlos de nuevo, sino para enterrarlos cómo y donde toca, por fin. Yo creo que eso es lo que desea la sociedad mayoritariamente y que su indiferencia ante el paseo de Franco lo demuestra. Lo otro es política presentista de baja calidad.