FRANCISCO ROSELL-EL MUNDO

George Sand, la escritora francesa más relevante del XIX, pese a apagarse su resplandor con el paso irremisible del tiempo, convirtió en una leyenda a Aurore Dupin, nombre de cuna de esta celebridad con seudónimo masculino. Labrándose su libertad a contracorriente, adoptó de su madre el hábito de vestirse de hombre. Al modo de Byron, recorría libérrimamente, sin atender a horas ni recintos, las calles parisinas, a riesgo de su mala reputación conforme a las pautas de la época.

Entre las anécdotas que la rodean, figura una que debió protagonizar en el invierno de 1838 durante su estancia mallorquina –junto a su marido, el gran pianista Chopin, enfermo de tuberculosis– en unas celdas alquiladas en el monasterio abandonado de Valdemosa. Empecinada en adentrarse en un cenobio cartujo, vedado al acceso femenino, la novelista volvió a recurrir a la argucia de disfrazarse de varón. Al verla llegar, el hermano portero alzó la vista por encima del breviario y la frenó con recta observancia: «Caballero, perdone, pero está prohibida la entrada de señoras».

A diferencia de George Sand, Pedro Sánchez logró burlar el 28 de abril al hermano portero –entendiendo por tal al electorado– camuflado en un atuendo bien diferente del que enfundó durante el embarazo de nueve meses que siguió a su investidura Frankenstein con comunistas e independentistas. Como si se hubiera desprendido de la camisa de fuerza que habría ceñido para satisfacer su ambición de presidente de circunstancias, fingió ser un hombre nuevo.

No obstante, al cabo de 10 días de su éxito, Sánchez se ha puesto en evidencia al empingorotar en el Senado a Miquel Iceta, fautor de sendos tripartitos con ERC para hacer presidentes de la Generalitat a Maragall y a Montilla. Un aviso a navegantes de que, pasadas las elecciones administrativas y europeas de este florido mayo, Sánchez volverá al claudicante apaño que rubricó con Torra el pasado 20 de diciembre en el Palacio de Pedralbes y que el Consejo de Ministros hibernó hasta ver el desenlace electoral.

A nadie debiera sorprender en Pedro, el acróbata, revisando su zigzagueante trayectoria. En el corto lapso que media entre mayo y julio de 2018, transitó de acordar con el entonces presidente Rajoy una «respuesta pactada», sin descartar la reposición del 155, contra el xenófobo Torra a recibir con todos los honores y ringorrangos –lazo amarillo en la solapa incluido– al Le Pen catalán en La Moncloa. En el ínterin, defenestró a su incauto anfitrión mediante la moción de censura exprés que pilló a contrapié a quien, tras contraponerlo a un frívolo Rivera, lo puso como ejemplo de lealtad en un Comité Ejecutivo del PP. Incluso Feijóo le atizó al líder naranja con que «su deslealtad no parece tener límites». Curiosamente, lo mismo que ahora Sánchez para bajarle los humos a Cs, al igual que usa a Vox para debilitar al PP como Rajoy maniobraba con Podemos para minar al PSOE.

Si Zapatero situó al socialista vasco Javier Rojo en la Presidencia del Senado, coincidiendo con la implosión independentista del PNV a través del Plan Ibarretxe–fue proverbial la intervención de Rubalcaba, en uno de sus mejores quites, junto a la abdicación de Don Juan Carlos–, Sánchez recurre al socialista catalán Iceta, si bien ahí acaban las comparaciones. Rojo no anduvo mucho más allá de aquel esperpento en el que los andaluces Montilla y Chaves debatieron en la Cámara Alta mediante traducción simultánea. Cumplimentaban lo dicho por un plurinacional Zapatero de que «las lenguas están hechas para entenderse». Tamaño disparate encolerizó a Rafael Sánchez Ferlosio, quien no tuvo por menos que subrayarle lo obvio: las lenguas están hechas para que sus hablantes se entiendan entre sí, no para entenderse una lengua con otra.

Iceta no será, ciertamente, un presidente para permanecer expuesto en esa hornacina, como se decía de Landelino Lavilla cuando presidía las Cortes con la UCD, sino que será expuesto en el desempeño del cargo, dada su desenvoltura. Encomendando la Cámara del 155 a un manifiesto detractor de las medidas que ampara la Constitución, Sánchez no sólo le agradece a Iceta el respaldo prodigado hasta llegar a la Presidencia, como Maragall hizo antes con Zapatero. «¡Pedro, mantente fuerte!», mítineó como un poseso. También tranquiliza a sus socios independentistas, aunque refunfuñen por la licencia que se ha tomado Sánchez de nombrarle sin aguardar siquiera a que adquiriera la condición de elegible.

No tiene más sentido que apercibirle de la dependencia de sus apoyos. Si a los Césares imperiales se les enfatizaba su carácter mortal en el momento de pasear sus victorias, a Sánchez les moscardearán sus socios de investidura sin que esta vez pueda argüir excusas de mal pagador, por lo que la estabilidad puede resultar mudadiza como la meteorología y veleidosa como la condición política.

Al tiempo, la irrupción de Iceta abre la caja de los truenos de la «España plurinacional». Aún retumba en el caserón de la Plaza de la Marina la pasmosa aseveración de Zapatero de 2004 de que el concepto de nación es discutido y discutible. Ese proyecto plurinacional lo retoma un Sánchez que no se aclara al respecto de lo que es una nación atendiendo a lo dicho cada vez que se le ha inquirido. Un adalid de esta causa –verdadera Caja de Pandora– como es Iceta lo incluyó en la Declaración de Barcelona que el PSOE y el PSC sellaron en 2017, remendando la de Granada de cuatro años atrás, y a la que se remite el programa socialista. Con desparpajo y dominio de la escena, Iceta hace de liebre como adelantado de un proceso adoptado por el PSOE desde que Sánchez es secretario general.

Ello abunda en la certeza de que Sánchez puede retomar el programa oculto que quedó encima de la mesa del Consejo de Ministros del 8 de febrero. Allí se cede en la existencia de «un conflicto», se compromete «una respuesta democrática» (consulta), se consiente un relator y se excluye cualquier alusión a la Constitución. Bien soterrado durante las elecciones, se repondrá en la cartelera tratando de agraciarse el apoyo de los nacionalistas del «ahora paciencia, mañana independencia».

Entre tanto, éstos se van comiendo piezas del tablero de la importancia de la Cámara de Comercio de Barcelona ante la deserción clamorosa de la burguesía catalana, que cree comprar la paz de su tiempo alimentando a quienes le devoran, al tiempo que se indulta a los cabecillas de la tentativa golpista de octubre de 2017. Mientras rompen el puente aéreo entre Barcelona y Madrid, el pancatalanismo va proyectándose por Baleares y Valencia mediante el uso obligado del catalán y el apoderamiento de la enseñanza donde la irrealidad histórica puntúa para que los escolares pasen curso ante la inasistencia del Estado.

Conviene reparar en que el apareamiento del socialismo con el nacionalismo, por encima de fluctuantes réditos electorales, sólo ha servido para dar alas a quienes, lejos de moderarse, aceleraron su ofensiva precisamente a raíz de la reforma estatutaria promovida por Maragall en 2003 buscando poner en aprietos a Aznar. Cuando nadie lo reclamaba, la nueva carta autonómica se saldó con una ridícula participación y desató una loca carrera entre las fuerzas nacionalistas por temor a que sus clientelas se sintieran preteridas. Como en el dilema del prisionero, la radicalización hizo que los nacionalistas devinieran en independentistas y abrazaran abiertamente la sedición.

En esta encrucijada, Sánchez se beneficia del hartazgo general de la gente con el desafío independentista catalán. Ese hastío evoca el episodio vivido por el escritor Luciano Rincón cuando revisitó la cárcel de Córdoba, donde cumplió parte las dos condenas que le impuso la justicia franquista. Al amanecer en la estación, entró a desayunar en la cantina. Cuando la televisión daba cuenta de otro asesinato terrorista en el País Vasco, Luciano escuchó decir al camarero: «Esto de lo vasco es mú cansao y mú seguío». Esa extenuación, sin el componente sangriento de los años de plomo etarras, se ha reflejado palmariamente el 28-A, según aprecian algunos estudios cualitativos del desenlace electoral.

Junto a ese desentendimiento suicida, conviene apreciar el desfondamiento de una oposición que ha visto cómo al PSOE le rentaba más la manipulación de Sánchez de la concentración de la Plaza de Colón contra la claudicación de Pedralbes que las cesiones de éste a sus compañeros de moción de censura. Quizá ello explique la actitud desnortada de una oposición a la que Sánchez se llevó al huerto en vísperas de destapar la carta de Iceta en una ronda meramente aparencial en la que él mismo, sin atenerse a que el Rey aborde el preceptivo periodo de consultas, se da por ungido cuando le falta provisionarse de 53 escaños.

De paso, agravaba el fraccionamiento del centroderecha ante elecciones administrativas y europeas, avivando la porfía por su primacía entre Casado y Rivera, y le daba pares y nones a Iglesias, quien adoptó un indisimulado aire de contención para que no se le escape entre las manos su apetecible objetivo de conformar un Gobierno de coalición PSOE-Unidas Podemos.

A lo que se ve, con una competencia que se come los higadillos entre sí, Sánchez no se conforma con gobernar, sino que quiere gozar de una oposición a su gusto, tras suplantar incluso al Rey, como si no sólo fuera el único presidente posible, si no el mismísimo Luis XIV proclamando «L’État, c’est moi». Con el porcentaje de votos del fallecido Rubalcaba en 2011, y con la tercera peor cosecha de la historia reciente del PSOE, Sánchez se erige en dominador de una situación que, empero, merece engrosar el «teatro de farsa y calamidad» del admirable dramaturgo manchego Francisco Nieva.