José Antonio Zarzalejos-El Confidencial

El líder socialista tergiversa, por ignorancia o prepotencia, la relación del Gobierno con la Fiscalía y causa daño al buen fin de la extradición de Puigdemont

Pedro Sánchez ha conseguido que sus zigzagueos le hagan irreconocible para propios y ajenos. Ahora compra a sus adversarios mercancías que él mismo declaró averiadas y, al tiempo, rechaza garantizar a los suyos compromisos que antes asumió.

El presidente en funciones ha interpretado que su desplazamiento a un supuesto centro político consiste en instalarse en la ambigüedad, en dar una de cal y otra de arena y en combinar silencios ruidosos con afirmaciones escandalosas. La última —y gravísima— se produjo este miércoles al atribuirse la máxima jerarquía sobre el Ministerio Fiscal para garantizar (¿tanto le aprietan las encuestas?) la ejecución de una decisión que nunca ha estado en su mano ni en la del Gobierno: conseguir la extradición de Puigdemont y de los demás presuntos sediciosos.

 El fiscal general del Estado, según el artículo 124.4 de la Constitución, es nombrado por el Rey, a propuesta del Gobierno, oído el Consejo General del Poder Judicial. De lo que se infiere un principio jurídico elemental: el Ministerio Fiscal no es independiente (al modo en que lo son los jueces y magistrados) pero sí es autónomo, conforme lo proclama su estatuto orgánico en el artículo segundo, que dice literalmente que “es un órgano de relevancia constitucional con personalidad jurídica propia, integrado con autonomía funcional en el Poder Judicial, y ejerce su misión por medio de órganos propios, conforme a los principios de unidad de actuación y dependencia jerárquica y con sujeción, en todo caso, a los de legalidad e imparcialidad”.

Una cosa es que el Ejecutivo nombre al fiscal general del Estado (al que no puede cesar sino por causas tasadas y cuya designación decae con la del Gobierno que le nombra) y otra cosa por completo diferente es que actúe bajo su mandato. El estatuto del Ministerio Fiscal establece los cauces de relación con el Gobierno: este puede interesar al fiscal general del Estado que promueva ante los tribunales todas las acciones pertinentes en defensa del interés público (artículo 8.1), pero debe hacerlo a través del Ministerio de Justicia y de la presidencia del Gobierno “cuando lo estime necesario”.

Pero no queda ahí la cosa: cuando el fiscal general del Estado recibe la comunicación de las instancias gubernamentales, resolverá lo que crea conveniente “sobre la viabilidad o procedencia de las actuaciones interesadas” tras oír a la junta de fiscales de sala del Tribunal Supremo y expondrá su resolución al Gobierno en forma razonada (artículo 8.2), de lo que se deduce que entre el Ministerio Fiscal, el presidente del Gobierno, el Ministerio de Justicia y el Consejo de Ministros no existe relación alguna de jerarquía ni dependencia.

Resulta un gravísimo error tergiversar —por ignorancia o por prepotencia bonapartista, hacerlo con gesto suficiente y expresión taxativa— los términos de la cuestión cuando se trata, además, de un asunto que afecta a la orden de detención y entrega del responsable máximo de la sedición perpetrada con el proceso soberanista en Cataluña, ahora huido a Bélgica. Es evidente que tanto esta torpe declaración de Sánchez como la anterior de Calvo (“no entenderíamos que Bélgica no extradite a Puigdemont” y “tomaremos medidas si no lo hace”) perjudican el buen fin de la euroorden en la medida en que ofrecen bazas a las defensas de los fugados, que aducen, precisamente, las supuesta deficiencias de nuestro Estado democrático.

Por lo demás, los fiscales han reaccionado con indignación explicable a las declaraciones del presidente en funciones, tanto porque demuestran un desconocimiento intolerable de la relación del Gobierno con el Ministerio Fiscal como porque transforman a unos altos funcionarios, que responden al principio de jerarquía ante sus propios responsables, en supuestos peones subalternos de Ejecutivo de turno. Por todas estas razones y por esa facundia con la que, a veces, se conduce Sánchez, el desliz —de corte autoritario— es gravísimo e incide de lleno en una campaña electoral a la que el secretario general del PSOE no ha sabido tomar el pulso desde el principio. Además, con casos de corrupción pendientes en los que la acusación fiscal resulta esencial en el desenlace de los procesos en curso, la metedura de pata del secretario general del PSOE es de las que hacen época.

Tras un debate en el que Pedro Sánchez actuó discretísimamente (y que en la conversación pública ganó el presidente de Vox, Santiago Abascal), el tremendo error que cometió este miércoles debe imputarse categóricamente a una campaña (que me permití calificar en este blog el pasado día 31 de octubre de “bizca y nerviosa”) en la que el presidente en funciones se expone con temeridad a errores y confusiones con profusión de actos y demasía de innecesarias declaraciones mediáticas.

Supuse, también en este espacio el pasado 19 de octubre, que el líder socialista iba “camino de perder el 10-N”. Cuando ya solo restan poco menos de 48 horas de campaña electoral, Sánchez sigue avanzando por esa senda perdedora, aunque sea en términos relativos (menos votos y menos escaños que el 28-A), e incrementa las incertidumbres colectivas creando una tensión social y política de altísimo voltaje.