El Correo-JOSEBA ARREGI

Es tiempo de leer cosas que se quedaron relegadas. Son cosas serias y no el espectáculo de la política, que solo sirve para que sus personajes vacíos se muestren en el escenario del teatro

Este artículo aparece cuando ya se han celebrado las fiestas de La Blanca, ha pasado la Semana Grande de San Sebastián y está a punto de concluir también la de Bilbao, que habrá sido declarada, estoy seguro, la mejor semana grande del mundo. Aunque aún queden fiestas por celebrar, el verano va caducando y hay que comenzar a preocuparse con cosas más serias.

No es que el tiempo de verano que ya ha pasado haya estado ayuno de temas serios que merecen ser discutidos en el foro público. Los inmigrantes y el diferente trato que se les ofrece vengan en ‘Aquarius’ o en ‘Open Arms’, o sean recogidos y acogidos por Salvamento Marítimo. Los giros del Gobierno en este tema. La cuestión universitaria gracias al máster o no máster de Pablo Casado, olvidando que, por ejemplo, los estatutos de la EHU/UPV recogen el derecho de los alumnos a ser examinados aunque no hayan asistido a ninguna clase de la materia correspondiente. La desastrosa y corrupta aplicación de Bolonia. La sustitución de la política por la gesticulación y el marketing. La referencia a Europa y sus valores sin capacidad para concretar ninguno de ellos de forma que signifique algo. Y las antinomias, frases ingeniosas, fórmulas mágicas para hacer algo sin que nadie se dé cuenta: no vencer sino convencer, cuando se quiere decir comprar; no imponer ni impedir, es decir, el milagro de la cuadratura del círculo; los homenajes a los presos que salen de la cárcel no son problema, porque al día siguiente la gente ya les ha dado la espalda, pues han pasado página, cuando en realidad siguen sin querer mirarse en el espejo y preguntarse: ¿dónde estuve cuando ETA mataba, qué hice yo entonces?

Como es verano me niego a tratar ninguno de estos temas. Ni del cumplimiento de la ley en el acercamiento de los presos etarras –¿no dice la Constitución que tienen derecho a una cárcel cercana para propiciar la reinserción? ¿Qué significa reinserción cuando se ha dañado radicalmente al Estado de Derecho sin acatar al menos o aceptar el Estado de Derecho? ¿Se les ha pedido algo parecido?–. Como es verano, no estoy para bromas, y como la política que me llega a través de los medios de información, que es para lo único que se hace política, me parece pura broma no voy a dedicarle mi tiempo y mi trabajo.

Prefiero dedicarlo a leer, por ejemplo. Y no cualquier última novedad que me hayan recomendado los medios de comunicación, sino cosas que se me habían ido quedando relegadas, que no las había leído cuando debía –debe ser la manía de la rebeldía, de no hacer las cosas cuando se ‘debe’–, o que me han caído en las manos por alguna casualidad. Hacía tiempo que tenía ganas de leer alguna cosa más de Bolaño, y me hice con ‘2666’. Una lectura descorazonadora que me lleva a la pregunta de cómo pudo ser el autor revolucionario cuando lo que rezuma esa novela es desasosiego, desesperanza, la mirada perdida y extraviada en el horizonte del desierto que no promete nada; vidas rotas, deshechas; vidas que ni siquiera han llegado a ser proyecto, personajes inexistentes, objeto solo de la literatura y no de la vida real; en la vida real mujeres asesinadas, muchas veces sin nombre, sin historia, sin asesinos, sin testigos… Personajes perdidos en desiertos reales, o en el desierto que es la propia vida, que es la propia historia.

Conocía a grandes rasgos la historia de ‘Parsifal’, sobre todo por la gran obra musical de Wagner: la búsqueda de la redención a través de la búsqueda del Santo Grial. Encontré en la biblioteca de casa una edición del ‘Parzival’ de Christoph von Eschenbach, puesto en alemán del siglo XX tratando de respetar las cadencias del original en verso y en antiguo alto alemán. Verse confrontado con tiempos ya perdidos, para los que no nos quedan ni siquiera mínimas antenas, tiempo de violencia y de búsqueda del amor puro, el modo de vida de los caballeros andantes que ridiculiza Cervantes en ‘El Quijote’; una vida dedicada al valor, a la lealtad, al amor, al rito. Un mundo de leyendas y de personajes mitificados. Un mundo perdido, pero sin el que no hubiera habido un después ya más cercano a nosotros, sin el que no hubiera habido movimientos que ya reconocemos como antecedentes de nuestra cultura en la medida en que no hayamos perdido radicalmente la memoria.

La memoria guardada en la palabra, en la palabra que insiste en rescatar Sánchez Ferlosio en su ‘El testimonio de Yarfoz’. El testimonio de lo que ha quedado oculto, lo que ha sido borrado, olvidado. El valor de la palabra que funda el derecho, el valor de la palabra que explica la constitución de las comunidades humanas, las relaciones entre ellas, cómo un rey puede pensar en la unificación de los cementerios de las distintas ciudades de su país para lograr un reino unido, una necrópolis sin restos mortales, pero con la palabra que recuerda a los muertos sobre los que se constituye la comunidad. La palabra que también sabe que para unir a los propios nada hay como un tercero distinto al que se le constituye como enemigo.

Y el gozo de volver al Stefan Zweig casi de mi niñez y al Zweig de su madurez cuando escribió el ‘Tiempo de ayer’, leyendo una de sus obras de adulto: ‘Marie Antoinette’. Revivir los años previos a la revolución francesa, el análisis de la decadencia de toda una época, la barroca que termina en el desvarío de la filigrana y del ridículo del rococó, el análisis de un personaje que encarna ya con quince y con dieciocho años el ochocentismo decadente, vacío en su voluntad de vivir el día sin más, con las pequeñas o grandes alegrías que pueda ofrecer la vida en Versailles, fuera del mundo real, en un mundo imaginario en el que para la reina todo empieza y termina con ella misma y que solo logra que la seriedad de la vida se haga presente en su vida con la tragedia con la que la revolución le pone fin. Una revolución que es tanto fruto de la voluntad y del deseo del pueblo de acabar con el sufrimiento y la injusticia como de la frivolidad que veía la emperatriz María Teresa en su hija, la reina de Francia.

Estas son cosas serias, y no el espectáculo en el que se ha convertido la política, que solo sirve para que sus personajes vacíos se muestren en el escenario del teatro. Pura filfa.