ABC-GABRIEL ALBIAC

Traidor y héroe son, en un sujeto humano, lo mismo: naderías, avatares del tiempo

MUCHAS veces habremos evocado aquel hallazgo literario del general De Gaulle en sus Memorias de guerra: «La vejez es un naufragio». Es parte de una reflexión muy amarga. Amarga para el soldado que habla de un maestro al cual se tragó el deshonor tras haber sido, para él, el arquetipo del honor mismo. Recuerdo el pasaje entero: «La vejez es un naufragio. Para que nada nos fuera ahorrado, la vejez del mariscal Pétain iba a identificarse con el naufragio de Francia».

He seguido la polémica que las palabras del presidente Macron sobre Pétain han levantado en Francia. Y me ha venido al recuerdo ese pasaje de las

Memorias, leído hace mucho. Al modo de una sentencia inapelable, a la cual no hay humano que no esté expuesto: la vejez, la decadencia, el deshonor también, de quien no supo a tiempo replegarse en lo privado.

La polémica es, en apariencia, sencilla. Pero tras ella late la única pregunta seria: ¿qué es un hombre? Francia conmemoraba ayer el centenario del armisticio que puso fin a aquella Gran Guerra (nosotros la hemos trivializado numerándola) que, entre 1914 y 1918, trastrocó todas las visiones de la muerte y abrió Europa a la era de su inexorable extinción: esa de la cual somos nosotros hijos. Entre los actos del centenario, figuraba un homenaje en los Inválidos a los mariscales de las trincheras. El más notorio de ellos, el más condecorado, aquel que recibiera al denominación de «héroe de Verdun», fue Pétain. En el horizonte histórico de 1918, las palabras de Macron son exactas: «Ni simplifico ni oculto página alguna de la Historia. Y el mariscal Pétain fue, durante la Primera Guerra mundial, un gran soldado. Es lo que hay. Y es una realidad de nuestro país».

Fue. Entre 1914 y 1918. Tenía 62. Era el momento justo de haberse replegado en el sosiego privado. De haberlo hecho, no habría un libro de historia que no envolviese su nombre en el mimo de la gloria: el que vivió en los años de entreguerras. Pero en 1940, tras la vergonzosa derrota del ejército francés, Pétain acepta convertirse en el títere de Adolf Hitler desde Vichy. Y el gran héroe se trueca en el peor de los traidores. Era el tiempo en el cual –escribirá Malraux–, «por primera vez, el hombre dio lecciones al infierno».

Las dos cosas son ciertas: Pétain fue el patriota digno de los más altos reconocimientos en 1918. Y el canalla merecedor de la pena de muerte (no ejecutada) en 1945. La heroicidad del primero no excusa la monstruosidad del segundo. Pero tampoco el envilecimiento senil del hombre que autoriza la redadas antisemitas de 1942 borra al soldado excelente de Verdun.

A mí, el «caso Pétain» me fascina. No por motivos políticos, al cabo siempre triviales. Sino porque en él se juega, como en un laboratorio, la pregunta más grave: ¿qué es un hombre? Una criatura del tiempo: que es lo mismo que decir que es nada. Quevedo le da forma irrevocable: «Soy un fue y un será y un es cansado». Traidor y héroe son, en un sujeto humano, lo mismo: naderías, avatares del tiempo.