El Correo-ANTÓN LUIS HARANBURU ALTUNA

Las unidades didácticas sobre ETA exoneran de responsabilidad al nacionalismo institucional que compartió ideas y objetivos con el que ha practicado el terrorismo

Tras la derrota del nacionalsocialismo en Alemania, a Konrad Adenauer no se le ocurrió llamar a las escuelas a los miembros de las SS o la Gestapo para que explicaran a los niños de aquel país su percepción de la política o facilitaran la convivencia entre los germanos. Tampoco en la España posfranquista se llamó a los falangistas de Girón o Blas Piñar para que dieran su versión sobre lo acontecido durante la dictadura en aras de la reconciliación nacional. Pero en el País Vasco somos tan distintos y originales que convocamos a terroristas convictos para que expliquen a nuestros hijos y nietos su visión sobre la convivencia entre vascos.

La propuesta de unidades didácticas sobre el terrorismo realizada por Jonan Fernández tiene la virtud de concitar el rechazo unánime de cuantos aspiramos a vivir en un País Vasco libre de la opresiva mitografía nacionalista. Las unidades didácticas de Fernández tienen, en última instancia, la intencionalidad de socializar la mentira. Una mentira urdida por ETA y sus secuaces y apadrinada por el nacionalismo institucional, que pretende asentar su posverdad sobre el terrorismo nacionalista que ha asolado el País Vasco durante décadas.

Nada tiene de extraño que quienes un día pretendieron ‘socializar el sufrimiento’ pretendan ahora socializar su mentirosa posverdad. Una mentira basada en la concepción posmoderna de la verdad, que prima la subjetividad y la percepción en detrimento de la objetividad del dato. El dato concreto y la verdad constatable pierden su inmediatez asertiva cuando los sometemos a la perspectiva de la ‘longue durée’, al que se refería Fernand Braudel, pero ello no significa que su veracidad decaiga. La Historia, con mayúscula, cobra sentido cuando los hechos se analizan desde la perspectiva del largo periodo, pero pueden convertirse en mentira cuando se manipulan mediante la mezcla de datos, emociones, sentimientos y consideraciones ideológicas.

Ampliar el foco de análisis no siempre favorece la verdad y, a veces, es el instrumento para deformar los hechos y negar su veracidad. Es lo que la propuesta de Jonan Fernández hace al ampliar el foco del terrorismo a la represión franquista, a los excesos policiales y a los infaustos casos de tortura que contextualizan el terrorismo nacionalista de ETA. En esta amalgama de vulneraciones de los derechos humanos, el terrorismo etarra cobra plausibilidad como una violencia de respuesta a una situación opresiva y carente de garantías democráticas. El terrorismo se convierte, así, en una más de las vulneraciones de derechos que la ampliación del foco permite observar. Ni que decir tiene que, de este modo ,el terrorismo etarra encuentra su perfecta ubicación ideológica en la subjetiva teoría del conflicto que anima la pervivencia y reproducción del nacionalismo.

La existencia de un supuesto conflicto que enfrenta a los vascos con España es la piedra angular de la ideología nacionalista. Lo fue en su fundación por parte de Sabino Arana y lo sigue siendo en la actualidad como principal premisa ideológica. ETA llevó a su paroxismo la existencia del supuesto conflicto y ejerció el terror en nombre de dicha falacia. Porque el supuesto conflicto que enfrenta a España y al País Vasco no deja de ser una mentira interesada, que no resiste ni el análisis histórico ni la percepción mayoritaria de la población vasca. El supuesto conflicto elevado a categoría de mítico postulado no deja de ser otra mentira, pero ejerce una poderosa influencia sobre el imaginario del nacionalismo vasco. Sin el mito del conflicto, el nacionalismo vasco carece de sentido, ya que el conflicto entre España y los vascos configura su marco cognitivo y político.

Es por ello que las unidades didácticas que el Gobierno vasco pretende llevar a las escuelas insisten en mantener el mito del conflicto, enmarcando en él todas las violencias habidas desde 1936 hasta la actualidad. En este contexto interpretativo la violencia nacionalista de ETA es «una más» entre las violencias y encuentra su sentido en el marco epistémico del conflicto.

Junto al postulado del conflicto, la propuesta del Ejecutivo autónomo pretende exonerar de toda responsabilidad al nacionalismo institucional que nos gobierna desde hace cuatro décadas. La eventual autocrítica no va más allá de una falta de sensibilidad o, acaso, de una ausencia de empatía con las víctimas, pero en ningún caso asume la responsabilidad política de compartir objetivos e ideas con el nacionalismo que ha practicado el terrorismo. Es como si ETA y sus secuaces hubieran nacido por generación espontánea y nada tuvieran que ver con el ideario común al nacionalismo.

Las escuelas vascas tienen ya demasiada carga ajena a la adquisición del conocimiento y son víctimas de una sobrecarga política disfrazada de reconocimiento de lo propio. La escuela de Euskadi necesita liberarse de la función adoctrinadora y reproductora del nacionalismo cultural para ser útil y eficaz en la formación de las futuras generaciones vascas. El informe PISA, entre otros, señala las graves carencias de nuestro sistema educativo al que no es ajena la sobrecarga ideológica. La propuesta de Fernández-Urkullu va en la dirección de incrementar esa sobrecarga. El lehendakari ha solicitado aportaciones para mejorar la aberrante propuesta de Fernández, pero mejor sería que lo guardara en el más oscuro de los cajones. Socializar la mentira equivale a obturar el futuro de todos.