Santiago González-El Mundo

La decisión del tribunal de Schleswig-Holstein de autorizar la entrega a España del prófugo Puigdemont tiene un sabor agridulce al limitarla a la malversación, no a la rebelión o sedición. Hay una cierta justicia poética en que se le reconozca la condición de justiciable en tanto que chorizo o mangante, pero se le ampare en tanto que rebelde o sedicioso.

De casta le viene al galgo; Pujol, el fundador, puso en marcha todo esto para ocultar su fraude fiscal, y sin fichar por la Juventus. La rebelión o la sedición son delitos más graves, pero menos infamantes. El venerado Companys fue condenado por el Tribunal de Garantías Constitucionales de la República a 30 años de prisión por el golpe del 6 de octubre de 1934, pero ningún tribunal lo condenó por apropiación indebida o delito contra la propiedad. Tampoco se le juzgó por los 8.000 asesinatos cometidos bajo su responsabilidad en la Cataluña en guerra.

Hay, sin embargo, en la sentencia, aspectos indignantes. El primero de ellos es que el tribunal alemán, al juzgar el fondo del asunto, se ha cargado el principio que inspiraba la creación de la Orden Europea de Detención y Entrega, que era un reconocimiento mutuo entre tribunales europeos. Otro aspecto no menos indignante reside en el hecho de que un tribunal regional alemán se pase por salva sea la parte al Supremo español. Imaginen que una resolución del Tribunal Supremo alemán respecto a un prófugo suyo fuera desautorizada por el Tribunal Superior de Justicia de la Comunidad Autónoma de La Rioja, pongamos por caso.

Otra cuestión notable es que el tribunal de Schleswig-Holstein ha dictaminado que Puigdemont no pretendía la secesión de Cataluña, sino establecer una negociación con el Gobierno español. No hay quien dé más. Los golpistas catalanes no han conseguido aún romper España, aunque para dar por buena esta afirmación habría que esperar a ver hasta dónde pueden llegar los efectos del pedrisco. Pero ya han roto Cataluña y la UE. Su inspirador máximo se ha expresado en una de esas ruedas de prensa que sólo da en el extranjero, durante los 40 días que lleva ejerciendo de presidente. «Lo importante es que tienen que ser juzgado por tribunales españoles y eso va a ocurrir». No si el Supremo español se ve condicionado por un tribunal alemán de segunda. Y después la guinda: «Las decisiones judiciales no se califican, se respetan», principio que no es de observación universal. Cómo olvidar la actitud levantisca del Gobierno Sánchez contra la sentencia que puso en libertad provisional a los cinco miembros de La Manada, porque en opinión de la gentil portavoz era «un caso particular, diferente, de hechos probados, gravísimos. Ella dijo ‘no’».

Esto es lo que hay. Europa no tiene ni ha tenido nunca una defensa común; tampoco una justicia. Tal vez un resto de dignidad de nuestra judicatura, ese pelotón spengleriano, que no cabe esperar del poder ejecutivo, debería llevar a rechazar la entrega bajo esas condiciones. Que se lo queden durante los próximos 20 años mientras sus subordinados golpistas son juzgados y condenados por rebelión. Pobre Junqueras, verdura de las eras, que diría Miguel Hernández.