Arcadi Espada-El Mundo

 

Mi liberada:

Quizá sea un efecto colateral del tratarte, pero la decadencia española me parece indiscutible y no hay día que no escriba sobre ella, sea por la sentencia del tribunal alemán que puso a Puigdemont en libertad, sea por el caso Cifuentes, la evidencia de que los obispos vascos continúan en libertad o por ese ¡Montesquieu ha muerto! que tantos años después de Alfonso Guerra consignó el otro día el ministro de Justicia, català tenía que ser y que dios me perdone. Pero contra la depresión de España hay un infalible remedio que es la lectura de los viejos periódicos, pongamos del tiempo en que aún eras joven. Hasta tal punto es eficaz que yo aconsejaría a los editores de periódicos publicar con la del día otra edición de hace veinte años, y creo que veinte años es el tiempo exacto. El ejercicio es recomendable para estos tiempos del fin de ETA. Ha habido muchas idas y venidas sobre el perdón de los pecados a ETA, sobre la necesidad de que los bandidos no escriban el relato y he visto muchas recopilaciones de sus hazañas bélicas. Sorprendentemente, dado el final que ha tenido la banda, no he leído alusiones a un fenómeno crucial en este medio siglo de crímenes nacionalistas. La impresionante cantidad de personas que repitieron opiniones y consignas sobre la imposibilidad de acabar policialmente con ETA y la necesidad, en consecuencia, de arbitrar lo que siempre llamaron soluciones políticas. Es una metáfora literata la que dice que los novelistas escriben su novela por no poder leerla de otro modo. Pero en el periodismo tiene, o debe tener, un sentido recto. Yo trato siempre de escribirte las cartas que no leo. Te lo mereces.

Una relación de las personas que creían en la inutilidad de las soluciones policiales debe comenzar por lo más alto, y lo más alto en vigor es el actual presidente del gobierno vasco, Íñigo Urkullu. Transcribiré este párrafo que cita Rogelio Alonso en su libro La derrota del vencedor. La política antiterrorista del final de ETA, que se publicará a mediados de mayo: «ETA es algo más que una organización que tenga un carácter exclusivamente militar. Es una expresión más de lo que es un problema político que afecta a la sociedad vasca secularmente. Tiene unas pretensiones políticas y, en ese sentido, aunque los golpes policiales que reciba desbarajusten la organización, la raíz política no va a ser solucionada policialmente». (Entrevista a Íñigo Urkullu, Gara, 10 de octubre de 2004.) Un lendakari llama a otro. Antes de Urkullu hubo uno socialista. Varios años antes de serlo, y en la misma entrevista en que acusaba al gobierno Aznar de haber puesto «a todo Euskadi bajo sospecha», declaraba a propósito de las soluciones políticas: «El primer paso lo tiene que dar la banda terrorista y decretar la ausencia de violencia. Y luego los políticos arreglar los problemas políticos. Sentarnos todos en una mesa y hacer una valoración de lo que hemos hecho, de cómo estamos y de cómo podemos mejorar». (Entrevista a Patxi López, 13 de noviembre de 2005.)

A estas dos altísimas e imprescindibles citas de autoridad ha de añadirse el texto que mejor representa al género de la solución política. Es el manifiesto Por una salida dialogada al conflicto vasco, que se hizo público el 26 de marzo de 1998 y que contiene este párrafo inolvidable: «Dejar en manos de ETA, esperando que abandone las acciones violentas, el comienzo del diálogo, supone retrasar el inicio de un proceso de paz demandado con insistencia. Pedimos a ETA que cese en su actividad armada para facilitar este proceso. Pero aunque esto no ocurra, como ciudadanos solicitamos a nuestro gobierno que asuma sus responsabilidades y busque soluciones que vayan más allá de las estrictamente policiales, apostando, con independencia de lo que hagan los demás, por la vía del diálogo y la negociación sin condiciones». Lo firmaste: «negociación sin condiciones».

Ninguno de los que firmaron merece ser olvidado. Pero la actualidad señala a dos: Manuela Carmena, actual alcaldesa de Madrid, y Margarita Robles, portavoz del Psoe en el Congreso. Eran lo que son. Y lo cierto es que, a pesar de las derivas éticas y políticas de su presente, lo tienen muy difícil para superar el fondo de bajeza que alcanzaron con su firma en ese manifiesto. La antología sería inacabable, pero me parece justo acabar con este párrafo: «Aznar sólo quiere hablar de paz y de presos, tanto desde la fuerza de la razón como desde la razón de una fuerza legítima. Su modelo de ‘diálogo’ sería perfecto si estuviéramos hablando de las Brigadas Rojas o la Baader-Meinhof. Pero es muy improbable que resulte viable en este caso. Porque aunque Arzalluz se equivoca por completo en la terapia, no queda más remedio que reconocer que acierta en el diagnóstico cuando advierte que por muchas veces que se retire la espuma siempre quedará la cerveza». Lo escribió el primer director de este periódico, Pedro J. Ramírez, el 31 de octubre de 1999.

La derrota de ETA se ha producido contra la previsión y el deseo de innumerables actores políticos, generalmente instalados en la izquierda y el nacionalismo. Pero en estos días del fin nadie habla de ello. La razón es que el peso de los muertos pone en duda la derrota. Los terroristas y sus cómplices –el obispado en sentido lato– no pueden aceptar que mataron para nada. Y las víctimas no pueden –ni deben– aceptar que haya otra derrota que la de sus muertos. Pero la fría objetividad demuestra que ETA perdió. En contra de las alucinadas previsiones que hizo ella misma, desde luego. Pero también en contra de las que hicieron muchísimos españoles, grandes y pequeños. Perdió a sangre, mazmorra y fuego, sin que su disolución se haya visto precedida de la más ínfima solución política. ETA ha desaparecido y la Constitución de 1978 y el Estatuto vasco de 1979 siguen vigentes. De modo que lo que hay preguntar ahora, y no proyectando la pregunta sobre el pasivo pasado sino sobre el activo presente, es hasta qué punto la incesante exigencia de soluciones políticas dio aliento y legitimidad a ETA y prolongó el sufrimiento. Yo sé, libe, que dispones del contrafáctico: hasta qué punto la disolución de la Constitución y el Estatuto habrían acelerado la resolución del conflicto. Es un contrafáctico interesante. Revela bien el nivel de desconcierto político y de iniquidad moral de la llamada solución política.

Es probable que la responsabilidad inexorable de todos los que participaron en el coro haya contribuido a apartar la candente pregunta de estas ceremonias de la disolución. Pero es la pregunta que ahora hay que hacerse. Porque el sentido –póstumo– del asesinato de 854 ciudadanos españoles a manos de ETA fue que después de cinco décadas miserables se impusiera la solución política del Estado de derecho.

Sigue ciega tu camino

A.