IGNACIO CAMACHO-ABC

La corrupción del nacionalismo rebota en la moral de sus partidarios, blindados en un búnker de victimismo y agravio

EN todo lo que se refiere al conflicto catalán, llevar razón está sobrevalorado. Desde que el procés entró en su fase de clímax, las evidencias o los hechos objetivos carecen de importancia en un estado de ánimo social dominado por la emocionalidad primaria, la mitología barata o el pensamiento mágico. Contra la oleada de sectarismo iluminado no han funcionado argumentos, ni demostraciones, ni pruebas, ni ha habido modo de que lógica alguna se haya podido imponer a la enajenación colectiva del sentimentalismo barato. Incluso la corrupción del nacionalismo ha rebotado sin apenas efecto en la moral de sus partidarios, blindados en un búnker coriáceo de victimismo y agravio. Si no les ha hecho efecto la fuga de empresas, ni el declive turístico, ni la subida del paro, poca mella les va a causar en su determinación fundamentalista una condena como la del «caso Palau». Ni siquiera los manejos palmarios del clan Pujol incidieron en la cohesión de un delirio que se ha revelado invulnerable al escándalo. 

Lo único que ha conseguido el afloramiento de las mordidas del tres por ciento, que al final era al menos un cuatro, ha sido acelerar el desgaste del antiguo nacionalismo moderado. El partido alfa del autogobierno catalán se ha ido deshaciendo entre su propia deriva separatista y la brusca apertura judicial de sus armarios. El tráfico de comisiones era un secreto a voces que la burguesía fingía ignorar con desdén pragmático. Desde la época pujolista, Convergencia cimentó su hegemonía en una suerte de silencioso pacto que proporcionaba cierta estable prosperidad a las élites y a cambio les cobraba un porcentaje de los contratos. Como todo el mundo lo sabía, la revelación oficial de la trama ha tenido poco impacto; a cierto nivel de responsabilidad política o civil, la clase dirigente se dividía entre los que pagaban y los que ponían la mano. Lo que sucede ahora es que el magma convergente se ha disuelto. Ya en la revuelta de octubre quedó demostrado que su menguante poder se desplazaba hacia los radicales y los activistas callejeros. La burguesía se ha quedado sin interlocutores institucionales; el PDCat tiene un liderazgo difuso, con Mas retirado y Puigdemont en fuga, y Junqueras no puede heredar su representación porque está preso. Pero ese vacío en la cúpula no frena ya el desvarío independentista porque dos millones de ciudadanos se han tragado sin objeciones la milonga del destino manifiesto. También eso se equivocó el Gobierno, incapaz de prever que en una comunidad razonablemente instruida prendiera tan llamativa falta de discernimiento. 

Por eso la sentencia del Palau no va a remover en el soberanismo ningún cimiento. Robaban, sí, pero eran sus ladrones y todo quedaba dentro. Sólo los (demás) españoles, siempre tan avinagrados y tiesos, se escandalizan de haber descubierto ahora lo que en Cataluña eran veteranas reglas de juego.