IGNACIO CAMACHO-ABC

Apareció el Rajoy-esfinge, monótono hasta la fatiga. Santamaría cometió un desliz gratuito por pasarse de lista

LA causa del procés se abrió a partir de una querella presentada por la Fiscalía General del Estado. Esta circunstancia sirvió ayer a los defensores de los procesados para tratar la declaración de Rajoy y los miembros de su Gabinete como si fuesen, más que testigos, una de las partes del caso. En algún momento, sobre todo por iniciativa de Francesc Homs, el interrogatorio tuvo tintes intencionales propios de un debate parlamentario, que el presidente de la Sala hubo de atajar reconduciendo las preguntas del letrado. Con todo, la línea de interpelación fue caótica porque trataba de invertir los papeles del sumario de modo que el expresidente y sus colaboradores pareciesen los acusados. Así, un testimonio tan importante se les escapó de las manos; salvo en un tropiezo autoprovocado con el que Sáenz de Santamaría dio un paso en falso, no supieron encontrarles fisuras a unos declarantes enrocados ni poner de relieve sus debilidades y contradicciones en aquellos días amargos. Empeñados en conducir el juicio por la vía política, quizá la única que interesa a sus patrocinados, están renunciando a los elementos de convicción para sostener un discurso doctrinario sobre el derecho a la desobediencia, la legitimidad del mandato popular espontáneo y otros mantras de la mitología victimista improcedentes ante un tribunal que sólo va a atender al relato de hechos probados.

Fiel a su naturaleza hierática y a su escasa fluidez expresiva, Rajoy estuvo bastante más espeso que Santamaría. Se agarró a tres conceptos básicos que repitió hasta la fatiga –el más importante, la imposibilidad de trocear la soberanía–, y cuando le requirieron detalles se desentendió con vagas excusas sobre su falta de retentiva. Fue más difuso que de costumbre, que ya es mucho, exagerando incluso esa galbana mental que en su etapa de dirigente convirtió en una impronta estilística. Por momentos, apareció aquel Rajoy pastoso, árido, renuente, de lengua de madera y aire de desidia, que esta vez, ante un montón de planteamientos capciosos, era la actitud que mejor le convenía. La exvicepresidenta fue más prolija, con su talante vivaracho y su apariencia de gran seguridad en sí misma. Ambos se situaron con claridad a la defensiva –una paradoja dado que quienes se sientan en el banquillo son los líderes independentistas–, atentos a no conceder bazas ni dejarse buscar las cosquillas, pero ella cometió, por pasarse de lista, un desliz grave y gratuito al afirmar que los actos políticos no tienen validez si no se publican. Olvidó que la declaración de independencia no se publicó, por lo que sus promotores le niegan relevancia jurídica: una resbaladiza cáscara de plátano que toda una abogada del Estado pisó con ligereza imprevista. El tipo de renuncio en el que su antiguo jefe nunca caería porque sacarle una palabra de más a una esfinge constituye un yermo ejercicio de melancolía.