Mikel Buesa-Libertad Digital

«Dicen que el tiempo lo cura todo,/ dicen que siempre se olvida», escribió Orwell en 1984, para añadir inmediatamente tres versos rotundos: «Pero las sonrisas y lágrimas/ a lo largo de los años/ me retuercen el corazón». En este tiempo de turbulencia en el que, seguramente, se están gestando cambios que más adelante consideraremos inesperados, es imprescindible volver a recordar las sonrisas y, sobre todo, las lágrimas que nos retuercen el corazón. Evocar a los que dejamos en el camino, muertos, para no caer nosotros mismos arrumbados no ya por la desmemoria, sino por la reconstrucción del pasado. Porque a lo que asistimos es a una descarada operación del doblepensar al que el autor británico aludía para designar el «control de la realidad» a través del cual se niega la «existencia objetiva (…) de los acontecimientos pretéritos». Orwell explicaba así que «el pasado es únicamente lo que digan los testimonios escritos y la memoria humana»; unos testimonios y una memoria que controlaba el partido –el Ingsoc– para conseguir que «el pasado sea lo que el Partido quiera». No en vano su lema era: «Quien controla el pasado controla el futuro; quien controla el presente controla el pasado«.

Modifiquemos un poco el nombre del partido y tendremos un fiel relato de la operación de igual naturaleza, destinada al dominio del futuro del País Vasco, promovida por el EAJ-PNV en conchabanza con los herederos políticos de ETA. Ha sido, en efecto, el partido jeltzale el que, a través del Gobierno vasco, ha promovido una colosal maniobra de reescritura de la historia para blanquear a la organización terrorista y, de paso, justificar la impostura del nacionalismo institucional en su acompañamiento de ésta, a la que nunca condenó con la rotundidad suficiente y de la que siempre trató de extraer algún rédito político. Recuerden los lectores el árbol y las nueces con los que aludía a ello el que fuera, en tiempos de violencia, presidente del PNV, Xabier Arzalluz.

Me estoy refiriendo a la presentación, no hace muchos días, del material didáctico elaborado por el Gobierno de Urkullu acerca de la historia de ETA, para que sea utilizado entre los escolares vascos. Un material en el que se presenta a la organización terrorista como una expresión del antifranquismo, con lo que se obvia que no nació para oponerse al régimen del general Franco sino más bien para recuperar el independentismo del que, en los años cincuenta y sesenta del siglo pasado, ya no hacía gala el EAJ-PNV, convenientemente instalado en la tolerancia de la dictadura. Se obvia también que, como ha recordado recientemente Jon Juaristi, los etarras antifranquistas huyeron del nacionalismo y del terrorismo a través del oscuro túnel del marxismo-leninismo para desembarcar en el Partido Comunista, la Liga Comunista Revolucionaria y las efímeras organizaciones maoístas. Y se obvia, sobre todo, que la mayor parte de la historia terrorista de ETA tuvo lugar cuando Franco estaba ya enterrado en el lugar del que ahora se le quiere sacar –tal vez para intentar legitimar operaciones de esta naturaleza– y España se dotaba de un sistema democrático de gobierno en el que el independentismo tuvo siempre poco eco y apenas sumó en cuanto a la representación de los ciudadanos.

A los vascos, a pesar de los tópicos, no les gusta la violencia. Y menos aún quieren verse constituidos como nación sobre los rescoldos humeantes de una guerra en la que muchos de entre ellos fueron sacrificados, con la muerte o el exilio, por ETA –la misma organización que inspira el nacionalismo más radical– y en la que muchos más, por miedo, miraron para otra parte, para no ver lo que estaba ocurriendo en su presencia. Y ahora, para ellos, porque aunque quieran no pueden olvidar, es mejor encontrarse con el mensaje consolador de que aquello que vivieron fue una especie de mal necesario, pues a lo que de verdad se oponía ETA era al franquismo. Resuena

en esto, de nuevo, Orwell: la guerra, cuando ocurre, es representada «no como una guerra, sino como un acto de defensa propia contra un maníaco homicida». De nuevo el doblepensar; porque lo que ahora está en juego para los nacionalistas es encontrar, en la confusa coyuntura por la que atraviesa la política española, la grieta por la que penetrar para exigir y lograr, tal vez pacíficamente, el reconocimiento de Euskadi como Estado dentro de una nueva confederación en la que se diluya el Estado unitario que siempre ha sido el Reino de España. Si eso llegara a ocurrir, no sería extraño que, en algún momento, como en la novela de Orwell, «una voz fina y culta» nos dijera:

Ya que estamos en esto, aquí tenéis una vela para alumbraros mientras os acostáis; aquí tenéis un hacha para cortaros la cabeza.