ABC-CARLOS HERRERA

Tantos años después, fascistas somos casi todos

EL detector de fascistas de la mayoría de los actores políticos españoles está seriamente averiado. O, quizá, no debidamente actualizado. Ahora, metidos de cabeza y algo más en el siglo XXI, un número indeterminado de portavoces de la actualidad ha regresado a la terminología descriptiva de los años treinta del siglo pasado. No pocos politólogos e historiadores han teorizado sobre ello y de forma particularmente brillante, con lo que este humilde juntaletras no se va a meter en ese jardín, pero permítanme resaltar la fiereza con la que algunos han atisbado moradores del primer tercio del siglo anterior en los predios temporales de hogaño. A lo largo de mis nutridos años de cronista de la actualidad, jamás había constatado tanta abundancia de fascistas en la realidad social española: abundan fascistas en todos los órdenes sociales, en todas las corrientes de pensamiento, en muchas de las esferas intelectuales que animan el cotarro de la actualidad, en todos los órdenes profesionales y, no digamos, en la mayoría de núcleos periodísticos de quienes nos dedicamos a la comunicación. Diría que resulta particularmente difícil salvarse de la acusación de «fascista» si no dedicas todas tus horas a glosar los beneficios de las diferentes alternativas que luchan desaforadamente contra el «sistema» y cada una de sus terminales. Hubo un tiempo en que desde grupúsculos de una ultraizquierda tan minoritaria como conmovedora por su simpleza, éramos fascistas todos los que quedábamos a la derecha de Stalin, Trotski incluido; cosa que se comprendía a poco que te acercaras al minoritario espectro ideológico en el que se recogían hijos tontos de la extrema zurda. Pero ha llegado el siglo XXI, con todos sus progresos en todos los órdenes posibles, y los emisores de etiquetas se han desatado en una orgía de acusaciones de la que no se salva nadie. A poco que uno escuche a los vociferantes vomitivos de la izquierda menos racional o del independentismo más asilvestrado, España es un país lleno de fascistas.

En la Cataluña de hogaño, esa triste caricatura de lo que una vez fue un territorio de progreso y avance intelectual (tampoco sin exagerar y sin que parezca que el resto de España era un páramo desolado) es fascista cualquiera que no sea independentista visceral. Y en la política general española, la banalización del término ha hecho que se califique de fascista a cualquiera que no comulgue con las arcaicas propuestas ideológicas de ese comunismo siempre vivo que tan orgulloso se siente de sus hazañas tiránicas y miserables. Pero no solo eso. A los votantes de Vox –conozco a algunos y son personas de curso legal, sin exceso de ademanes vociferantes– se les considera y etiqueta como fascistas desde algunos editoriales de prensa cautiva y desde alocuciones del partido que previsiblemente va a resultar el más votado el próximo domingo. La conocida e intelectualmente poco lubricada portavoz socialista, Adriana Lastra, hablaba de «fascistas salidos de la cueva» refiriéndose a los votantes del partido de Santiago Abascal –una de sus candidatas, Nerea Alzola, era agredida ayer en tierras vascas–, y no pocas veces Pablo Iglesias y sus mariachis han decretado una «alerta antifascista» motivando una suerte de persecución violenta de sus representantes y simpatizantes. Curiosamente, ni Lastra ni Iglesias han dicho nada de los que ejercen la violencia fascistoide en las calles catalanas en días recientes, soldadesca de aquellas formaciones con las que han llegado a acuerdos y pactos a lo largo de estos meses.

Si los combatientes contra el fascismo –esparcido a lo largo del arco ideológico de derecha e izquierda– que consumieron sus energías en la primera mitad del siglo pasado, levantaran la cabeza, se llevarían la sorpresa de comprobar cómo, mediante la simplificación de los términos, se le ha quitado importancia a sus batallas. Tantos años después, fascistas somos casi todos.