CAYETANA ÁLVAREZ DE TOLEDo-EL MUNDO

El marqués de Leguineche, moribundo imaginario, gesticula desde su cama de caoba: «Que vengan todos, que tengo que perdonarlos. Y que venga también el servicio, que estas cosas le gustan mucho».

La Escopeta Nacional es un prodigio cognitivo: pocas cosas causan más placer, al servicio y a los señores, que las malas noticias. El pesimismo es el primer esnobismo occidental. Nietzsche, Schopenhauer, Heidegger, Adorno, Sartre, Foucault… Los grandes profetas del desastre dominan los currículos de las universidades de élite y sus discípulos anímicos pasean su prestigio intelectual y moral como pavos reales. El progreso, en cambio, vende poco y se premia aún menos. Repasen los Pulitzer al mejor libro de no ficción de los últimos 10 años: ni Ridley ni Shermer ni Pinker. Y un temario para llorar: genocidio, terrorismo, racismo, cáncer, pobreza, extinción. El mundo, averno.

El pesimismo arrasa también en las dos profesiones con más incidencia sobre la opinión pública. Para la mayoría de los políticos –ocupación: oposición– el pesimismo es un medio de vida. Dos ejemplos recién salidos del horno español: la decisión de Podemos de convertir su invierno electoral en una primavera de protestas: corrupción, penuria, precariedad, censura, Franco, fachas, lo que sea. Y la huelga del 8-M. Hay que leer el manifiesto retro-feminista, masticarlo y escupirlo. Una frase, a modo de aperitivo: «Exigimos la despatologización de nuestras vidas, nuestras emociones, nuestras circunstancias: la medicalización responde a intereses de grandes empresas, no a nuestra salud». Vivan la epidural y Camille Paglia.

La otra profesión progresófoba por excelencia, o contra ella, es el periodismo. En parte, los periodistas son pesimistas por convicción: las malas noticias refuerzan su papel de perro policía, fiscal moral y hasta mamá de la sociedad. Bien. Pero en parte lo son también porque ahora confunden su apocalipsis personal –el de su oficio– con el del mundo. Y porque les conviene. El ejemplo español más extremo es La Sexta, que hace caja con la destrucción de la democracia. Pero la tónica es general. El resultado es que muchos ciudadanos tienen una percepción averiada de la realidad. Consideran que el planeta es un pedregal; el sistema, una ciénaga; el pasado, un paraíso perdido; y la utopía, una posibilidad. Se convierten en carne de demagogia. En votantes populistas o, peor aún, nacionalistas.

De todo esto habla Steven Pinker en su nuevo libro Enlightenment Now. Inspirado en Kant y en Hayek–seamos adultos y digamos las viejas verdades con palabras nuevas– Pinker ha escrito un ensayo útil y emocionante. Es un alegato en defensa de los valores de la Ilustración: la razón, el humanismo y la ciencia. Y también un buen guion, por ejemplo, para Ciudadanos, ahora que se proclama liberal y necesita un programa. Pinker no declara, demuestra –con decenas de datos y gráficos– que la humanidad lleva dos siglos ganando la batalla contra la entropía en todos los campos: de la salud a la paz, del medioambiente a la democracia, de la riqueza a la felicidad, del conocimiento a la igualdad entre hombres y mujeres. Y llama a combatir, con las mismas armas liberales, a los nuevos enemigos del progreso: el tribalismo autoritario y la coquetería pesimista.

Pinker comete dos errores respecto a España. Escribe que en 2016 no había en nuestro Parlamento ningún partido populista. No vio al bebé de Bescansa ni el beso entre Iglesias y Domènech. Y, todavía más asombrosamente, equipara los esfuerzos para «impedir la secesión de una provincia» con las «cruzadas irredentistas». Sin embargo, su descripción de la naturaleza, mecanismos y devastadores efectos del nacionalismo se aplica perfectamente al caso catalán. Hasta en la alusión al agro y los tractores. Sobre todo, Pinker plantea preguntas cruciales para nosotros: ¿Cómo se combaten las políticas identitarias? ¿Y puede un proyecto racional imponerse a la visceralidad? La política electoral, advierte, se ha convertido en un deporte, en una afición con hinchas y hooligans que actúan al margen de su nivel educativo e inquietudes económicas. Mandan los sentimientos. El primero, la pertenencia al grupo. El resultado es una feroz polarización, agravada en el caso del nacionalismo, donde lo que se discute no es qué opino sino quién soy. Frente a la sentimentalización de la política, vulgar y peligrosa, Pinker reivindica la cabeza. El único camino legítimo, porque es el único compatible con el progreso, es el que baliza la razón. No hay una salida nacionalista al nacionalismo, como no hay una salida populista al populismo. Hay que luchar con la mano de la demagogia atada a la espalda; desmontar, una a una, las mentiras y apilar ordenadamente los hechos. Hasta que la razón se imponga. Hasta que, empujados por la realidad y por el coste de no asumirla, los fanatizados alcancen su «punto de inflexión afectiva». Y si no lo alcanzan, siempre quedará la biología: «El progreso, funeral a funeral».

Cuando entrevisté a Pinker, hace unos meses, me anticipó que la reacción a Enlightenment now sería similar a la que provocó Los ángeles que llevamos dentro. El mismo escepticismo almidonado. Las mismas objeciones de manual: «Ya, pero todo es susceptible de empeorar: mira las dos guerras mundiales». Y sobre todo la misma irritación. Sorda, inconfesable. Los optimistas tienen mala prensa. Literalmente. Su entusiasmo suele confundirse, en el mejor de los casos, con la ingenuidad y, en el peor, con la frivolidad y la simpleza. A mí me ha pasado alguna vez. Por ejemplo, con Francisco Camps, todo burbujas, todo fenomenal, sobre una terraza blanca en vísperas de la Copa América de Vela. Y no soy la única. Esta frase de Ricardo Costa antes de humillarse: «Era, es, una persona muy compulsiva, muy especial». Demasiado entusiasta.

Y aun así afirma Pinker que ganaremos: «No estamos en la era de la post-verdad. La misma década que ha visto el auge de Trump ha visto surgir una nueva ética del fact-checking». Concretamente, Pinker alude a un hecho novedoso y esperanzador: la publicación de libros que desmontan, con la paciencia y precisión del ingeniero, las sucias campañas populistas dirigidas desde la política o los medios. Es la prueba, dice, de que el progreso continúa. Y España, sincronizada. Vayan a las librerías. Bajo el título Un buen tío–como ustedes, como yo, como todo presunto inocente– encontrarán un fact-checking masivo al diario El País y, a través de cien y pico de sus portadas, al conjunto del periodismo, una profesión que se entregó al populismo con la vanidad del pesimista y el cinismo del mercader. Es un libro ejemplarizante: valga la reciprocidad. Un libro optimista: los periódicos todavía importan y la verdad existe y puede y debe descubrirse. Un libro racional hasta el ateísmo: frente a vuestros prejuicios y sentimientos, a vuestra ciega fe, su absolución terrenal. Y un libro contra la polarización: los hechos, nuestro suelo común. Pinker tiene razón. Las cosas no van tan mal. Yo incluso diría que van fenomenal.