Joseba Arregi-El Correo

Hemos creado una cultura en la que los deseos se han transformado en necesidades imperiosas; éstas en derechos y los derechos en derechos humanos para que nadie los discuta 

Tras cualquier elección, en cualquier país democrático, muchos comentarios analizan por qué todos los partidos se declaran ganadores: unos porque lo son, aunque sea solo relativamente, otros porque, aun no ganando, pueden gobernar; otros porque no han perdido tanto como decían las encuestas, otros porque son la mayoría en su bloque etc. Nadie quiere ser perdedor.

Pero en la situación de la cultura moderna en la que se ubica la política de nuestros días en realidad todos somos perdedores, incluidos los partidos ganadores. Aunque parece que empieza a haber señales de que para llenar las listas a algunos tipos de elecciones, por ejemplo las municipales, los partidos tienen problemas, sigue habiendo personas que quieren ser políticos.

¿Por qué querrán ser políticos? La única razón, pensando con capacidad crítica, sería la de tener asegurado un sueldo más o menos suficiente para vivir desahogadamente. Aunque sigamos hablando de países soberanos, de naciones y gobiernos soberanos, la realidad es que sabemos que están sometidos a tal multitud de influencias, condicionantes, limitaciones, imponderables, constricciones que realmente parecen marionetas. Cualquier gobierno europeo tiene que contar con los condicionamientos de la globalización, con el poder económico y geopolítico de China, con los siempre presentes, aunque menos imperantes EE UU, con las crisis económico-financieras, con el capital global, con los poderes financieros, con la OCDE, con el FMI, por supuesto con el BCE y su política monetaria, con las directrices, normas, reglas europeas -como la que recientemente ha prohibido a Siemens y Alsthom fusionar sus sectores ferroviarios, impulsando a Alemania y Francia a pedir que se cambien las normas europeas-, de su Banco Central y un largo etcétera que incluiría tribunales y jurisdicciones de todo tipo y nivel.

Poco pueden hacer. A lo sumo incumplir algunos de los requisitos que se les imponen, los que menos riesgo plantean de conllevar algún castigo serio e inmediato, aprobar presupuestos expansivos y destinar dinero a regalos para todo tipo de colectivos a los que se quiere -el marketing manda- fidelizar sabiendo dos cosas serias: que la fidelización hoy en día es un bien, si lo es, muy frágil y muy poco duradero; y además que a toda expansión en algún momento sigue una contracción, quizá mayor que la expansión previa pues habiendo desaparecido Dios de la esfera pública, los milagros han desaparecido con él, aunque algunos no lo quieran creer y sigan siendo fieles creyentes religiosos sin Dios.

Los tiempos en los que se podía temer que el Estado, habiendo llegado a ser Estado de Bienestar, es decir, un ente que con sus acciones decida el grado de Bienestar de sus ciudadanos (¿la felicidad quizá?), el Estado Leviatán ha dejado paso a otro Leviatán: la sociedad. Si hacia fuera cualquier estado, cualquier gobierno está sometido a todo tipo de influencias, constricciones y limitaciones, hacia dentro lo está a su correspondiente sociedad. ¿Cómo puede la sociedad haberse convertido en Leviatán, si en realidad no es más que una imaginación de la sociología, algo proyectado como objeto de estudio por la sociología?

Es bien cierto que ‘la sociedad’ como tal no existe. Existen individuos, personas, grupos de todo tipo, de toda extensión, con distintas características, con distintas duraciones, con distintos intereses difícilmente reconducibles a una unidad. Ello conduce a que el Leviatán Sociedad existir sí existe, pero que en lugar de ser una hidra de siete cabezas es un Leviatán de infinidad de cabezas, cuyas apetencias son tan infinitas como infinito es el número de ellas. No mandan los gobiernos, no mandan los estados, ni siquiera los bancos -más regulados hoy en día que el tráfico rodado-, ni siquiera aquellos Leviatanes a quienes normalmente se culpa de casi todos los males: nos engañan, nos impulsan a, nos convencen de, nos llevan a, nos controlan, nos convierten en… sí, en consumidores. Y dada la característica de la economía actual de capitalismo de consumo son precisamente los consumidores los que, como bien saben los analistas de la economía de los medios de comunicación social, son, al consumir, los auténticos productores, los creadores del valor económico de los medios a los que acusan de manipularlos. Mandan los deseos de la infinidad de cabezas del Leviatán en el que se ha convertido La Sociedad.

Se puede resumir en una frase. Hemos creado una cultura en la que los deseos se han transformado en necesidades imperiosas; las necesidades en derechos, y los derechos en derechos humanos para que nadie los discuta. Y en ese momento la banca hace quiebra, el sistema deja de funcionar y reina el caos. O como en el chiste del ganadero o agricultor: porque el mantenimiento del burro le salía caro, quiso enseñarle a vivir sin comer. Y el burro, haciendo honor a su nombre, aprendió, y el mismo día en que pudo vivir sin comer, se murió.

Porque la sociedad con su infinidad de cabezas apetentes de infinidad de necesidades que exigen satisfacción inmediata, mutante, creciente, multiplicada infinitamente, pues lo que define al deseo es su insatisfacción permanente, ese compuesto sin cara, sin personalidad, invisible, pero que domina todo, ha decidido que todo es posible, que si un mundo no le gusta, puede ser cambiado por otro, que todo es posible y a la vez. Porque el principio de contradicción no existe. Y la responsabilidad es una palabra que ha perdido todo sentido.

Sin negar la verdad probable de la protesta de los estudiantes que hacen huelga cada viernes, en una de sus frases -escuchada a los representantes alemanes en rueda de prensa para presentar sus exigencias- afirman que son los adultos los que han hecho este mundo abocado a la desaparición, como los dinosaurios que tenían tras sus espaldas, y por ello son los adultos los que deben arreglarlo. Ni palabra de que ellos hayan podido ser receptores de bienes causantes del mal que denuncian, de un bienestar imposible sin el modo de vida que han heredado y gozado, y sin ninguna alusión a los sacrificios que ellos están dispuestos a asumir para que todo cambie radicalmente, incluso de las consecuencias imprevistas de lo que proponen.

¿Alguien gana? Todos perdemos.