Ignacio Varela-El Confidencial

”La mentalidad de quienes viven dentro de un sistema cerrado de pensamiento puede resumirse en que pueden probar todo lo que creen y creen todo lo que pueden probar”

Arthur Koestler, en su monumental Autobiografía, reflexionó sobre lo que llamaba “sistemas cerrados de pensamiento”, y lo hizo de forma impecable e implacable:

Un sistema cerrado es aquel que “no admite que los hechos lo modifiquen y posee las defensas elásticas necesarias para neutralizar su impacto y hacerlos concordar con el esquema requerido. Cuando uno pone los pies dentro su círculo mágico, le rehúsa toda base donde fundar sus posibilidades de discernimiento y de crítica”.

“La atmósfera dentro del sistema cerrado está muy cargada: es un invernáculo emocional”, sigue explicando el gran escritor húngaro. “El discípulo recibe un adoctrinamiento total en el método de razonamiento del sistema. Ello produce un tipo de inteligencia escolástica, talmúdica, minuciosa, que no ofrece ninguna protección cuando quiere cometer las más toscas imbecilidades”. Y culmina la disección con una frase memorable: ”La mentalidad de quienes viven dentro de un sistema cerrado de pensamiento puede resumirse en que pueden probar todo lo que creen y creen todo lo que pueden probar”.

Evoqué aquel texto de Koestler durante toda la entrevista de Ana Pastor con Torra en la Sexta. Describe a la perfección lo que sucede en el “invernáculo emocional” del independentismo catalán, del que el presidente custodio (o suplente, o vicario, o subalterno, o guardés, o simplemente mayordomo, llámenlo como quieran) es un espécimen prototípico.

Un discurso que empieza y acaba en sí mismo, que se autoexplica y autojustifica por su mera existencia, impermeable a los hechos y a la duda, blindado frente a los argumentos del exterior y, por supuesto, sordo a las preguntas. Se comprende la desesperación de la entrevistadora ante el muro impenetrable de solemne verbosidad que le interpuso el centurión separatista.

El gigantesco equívoco en que vive Torra comienza por el título que exhibe: President del Govern de la Generalitat de Catalunya. Cuatro falsedades seguidas. No es presidente porque él mismo sostiene que esa condición pertenece a otra persona. Lo que encabeza no es un gobierno, porque se le desconoce cualquier actuación relacionada con la gestión de sus competencias. Todo lo que ha hecho hasta ahora es más propio de un comité de agitación callejera que de un órgano de la administración pública. No es de la Generalitat porque la base legal de esa institución está en la Constitución y el Estatuto, normas de las que han renegado. Y no es de Cataluña sino, en el mejor de los casos, de una porción de ella. Lo más estremecedor del discurso de Torra es el insultante desprecio con que ignora a la mitad de la sociedad catalana. No los reconoce ni como problema: para él, simplemente no existen.

Torra aprovecha el espacio de ambigüedad que Sánchez ha abierto, en su afán de estirar el sostén que le prestan los independentistas

Libertad, Derechos, Justicia, Conciencia, Civismo, Paz, Diálogo, Convivencia: un promiscuo diluvio de grandes palabras como envoltorio de un discurso pigmeo, cínico y contumazmente elusivo. Lo más revelador del pensamiento actual de Torra apareció en la entrevista que se público también ayer en ‘El Periódico’: “Tenemos muy claro a dónde vamos pero según lo que le responda, según lo que plantee, yo podría ir a prisión”. Que tome nota el inquilino de la Moncloa: lo único que frena a Torra para saltarse todas las líneas rojas de la legalidad es el miedo a terminar no donde Puigdemont, sino donde Junqueras.

En esa otra entrevista sí concreta algo más: “Nuestra propuesta es intercambiar el 1-O y el 27-O por un referéndum acordado, legal, vinculante y reconocido internacionalmente”. Así dicho, la solución parece evidente, puesto que, en el mundo real, el único referéndum que podría ser acordado, legal, vinculante y reconocido es el que establece el artículo 151 de la Constitución para aprobar un Estatuto de Autonomía. Cualquier otro no cumpliría ninguna de esa cuatro condiciones. Precisamente todo eso le faltó a la mascarada del 1 de octubre: acuerdo, legalidad, valor vinculante y respetabilidad para ser reconocido.

Pero si en algo coinciden todas las facciones del independentismo es en excluir radicalmente cualquier consulta que no sea de autodeterminación para la independencia. No están siquiera dispuestos a hablar sobre si se van o se quedan, sino únicamente sobre cómo y cuando se van. “Si al Gobierno de España esta no le parece una posición negociadora, tiraremos adelante”, avisa Torra para quien quiera entenderlo.

Sin embargo, Torra aprovecha el peligroso espacio de ambigüedad que Sánchez ha abierto, en su afán de estirar todo lo que pueda el sostén que le prestan los independentistas. Primero, al cuestionar la validez del actual Estatuto de Autonomía, tachándolo nada menos que de ser “un Estatuto no votado”. Lo que equivale a poner en la picota a la vez

al referéndum de 2006 y al Tribunal Constitucional. El presidente del Gobierno de España compra y da por buena la tesis fundacional del independentismo, la que en su día usó Artur Mas para justificar su salto al vacío: la presunta ilegitimidad del Estatuto.

Esta es una de las cosas más irresponsables que ha dicho Pedro Sánchez en los últimos años –y mira que su listón está alto. Naturalmente, Torra agradece el regalo: “Ya tenemos una parte ganada: el propio Sánchez reconoce que no tenemos el Estatut que votamos”.

La segunda peligrosa ambigüedad es la que le permite afirmar en ambas entrevistas: “Estamos de acuerdo en un referéndum de auto… falta terminar la frase”. Vaya, resulta que la solución del problema de Cataluña ya sólo depende de unas pocas letras: auto…¿qué? La calculadísima expresión “referéndum de autogobierno” que usó Sánchez la semana pasada estaba destinada a prolongar este juego de equívocos del que puede salir todo menos claridad.

Entre la hojarasca, sólo una cosa queda clara: el independentismo lo apuesta todo al juicio del Supremo. Ese es el punto señalado para la ruptura

Lo demás es sabido: en la sociedad catalana reina el consenso. La economía catalana va estupendamente, y la fuga masiva de empresas sólo ha producido ”pequeñas pérdidas” que ya están superadas. Las arengas del Muecín de Vic son una saludable muestra de libertad de expresión.

Entre la hojarasca, sólo una cosa queda clara: el independentismo lo apuesta todo al juicio del Supremo. Ese es el punto señalado para la ruptura. Torra sigue afirmando que no aceptará ninguna sentencia condenatoria. Pero si esta se produce y entonces se permite que los condenados regresen a cárceles catalanas, el responsable de hacer cumplir la sentencia será el mismo que ya ha anunciado su voluntad de desacato. Razón más que suficiente para que no regresen. Porque puede que lo de abrir las cárceles sea un farol, pero puede que no; y en tal caso, ni siquiera el 155 salvaría a este Gobierno del bochorno mundial.

Lo de Torra ayer fue, sin duda, un ejemplo perfecto del pensamiento cerrado del que habló Koestler, pero también un alarde de cerrazón al pensamiento mismo. Me pregunto por qué siguen llamando diálogo al cerrilismo.