Tres fracturas

OLEGARIO GONZÁLEZ DE CARDEDAL – ABC – 01/04/16

· Una sesión en el congreso con un candidato a esa investidura nos ofreció un espectáculo en el que se mezclaron elementos de agresividad, burla y desprecio. Enumero tres hechos morales, que me parecen destructores de la conciencia y de la esperanza españolas.

Por primera vez en los años de vida democrática hemos tenido la experiencia de estar más de un mes en espera de candidato para ser investido. Este tiempo ha llevado consigo, en el fondo, un alargamiento de presentación electoral con todos los elementos de acoso, juego y extremismo que el discurso previo a las elecciones lleva consigo. Una sesión en el congreso con un candidato a esa investidura nos ofreció un espectáculo en el que se mezclaron elementos de agresividad, burla y desprecio. Enumero tres hechos morales, que me parecen destructores de la conciencia y de la esperanza españolas.

En estas semanas de confrontación y diálogo entre los diversos candidatos hemos asistido a un hecho que considero de inmensa gravedad: la perversión del lenguaje. No es solo que se hayan utilizado las palabras como dardos lanzados contra el prójimo, sino que se ha llegado al insulto, al desprecio y a la negación del prójimo. Ya en el diálogo entre los dos candidatos de los dos partidos mayoritarios aconteció algo gravísimo: por primera vez y de manera directa ante la propia persona, un candidato utilizó el insulto. La respuesta fue de la misma naturaleza, y con ello se inició una cascada de desacreditación mutua en un enfrentamiento que ha permanecido hasta hoy, haciendo imposible una reflexión conjunta sobre los problemas y tareas nacionales más allá de las personas.

La sesión del Parlamento escenificó una nueva forma de política como espectáculo, en el que se ponen en juego recursos de otra naturaleza, que no deberían tener lugar en ese espacio en el que debe prevalecer siempre el análisis de los problemas reales frente a las situaciones personales. Con ello se ha perdido algo que era inherente a esa institución: la dignidad de la palabra, el rigor de los datos y el respeto al prójimo. La televisión pública, que tiene una obligación de ejemplaridad, nos ha permitido asistir en vivo a los debates. Lo que allí ocurre se convierte en alguna forma en norma para los demás.

Y lo que ha tenido lugar en estas fechas ha sido lo contrario de lo que se puede esperar de los representantes: la dignidad, el respeto, la generosidad, la falta de encono frente a la cámara y frente a los otros miembros. Las nuevas generaciones son así orientadas en una dirección. Ya ni siquiera se da el escándalo, porque lo grosero, lo chabacano, lo violento se ha instalado en la tribuna del Congreso de los Diputados, supremo de la ciudadanía.

Junto con este hecho hay otro hecho moral que me parece gravísimo: la escisión y confrontación de la sociedad española, siendo una descalificada por la otra. Es una injusticia mayor reclamar para una de ellas la verdad de España negándosela a la otra, como si esta no existiera, no perteneciera a la única historia, y sacando la consecuencia de no dialogar con ella. Esta postura reclama para sí ser la única que tiene dignidad cultural y posee la supremacía moral, y con ello lanza una mirada despreciativa a la otra.

Ella reclama a su vez representar e interpretar lo que es modernidad, progreso, democracia y capacidad de creación de riqueza. Es un juicio sobre las realidades fundamentales identificadas con su programa político, moral y cultural, con rechazo de las propias del prójimo. En una palabra, es la toma del poder desde una ladera y el descarte de la otra. ¿No es esto la más sutil y perversa negación de la democracia? Una persona y una sociedad que niegan la palabra al otro son generadoras de violencia.

La historia de España en el siglo XX fue trágica, y cerrar aquellas llagas nos ha costado lento y largo esfuerzo a varias generaciones. Las sucesivas campañas de reconciliación fueron echando aceite sobre ellas. Es posible resanar la memoria, conocer mejor los hechos, dignificar personas e instituciones que fueron injustamente tratadas, pero todo ello no puede significar revivir los enfrentamientos, por seguir considerando a unos hombres y mujeres los exponentes auténticos de la verdadera España, y a otros, en cambio, sus sombras maléficas, que habría que desterrar o borrar. No por ocultar nada ni por quitar dignidad a nadie hay que sobreponerse a las secretas llamaradas del resentimiento y del odio. Sin un olvido consciente y sin un perdón real no es posible paz definitiva entre personas y entre grupos.

En el programa de algún partido hay también lo que podríamos denominar la decisión de reconquistar el pasado perdido, el retorno a un paraíso político que habría existido en la historia anterior, la recuperación de la revolución pendiente. Para unos ese momento estelar de la historia de España, con el que habría que reiniciar nuestra marcha al futuro, se sitúa en los años treinta, mientras que para otros habría que volver a los primeros decenios del siglo XX, cuando surgen los totalitarismos y dictaduras del pueblo (nazismo) o del proletariado (comunismo) cuyos mortíferos resultados hemos conocido.

Desde esa postura se desprecia lo que fue la transición llevada a cabo en el decenio 1970-1980, en la que, renunciando todos a algo, se elaboró una Constitución nacida de la concordia y ordenada a la paz. No todo fue ideal, pero sí se hizo lo posible: la reconciliación entre los grupos humanos, entre las generaciones, entre los partidos políticos. La Constitución del 78 selló la concordia: es reformable, pero como tal es intocable. Este retorno al pasado y esta reconquista de las guerras perdidas parecerían una ingenuidad absoluta que no merecería tenerse en cuenta. Lo grave es que es una propuesta real en ciertos programas políticos.

Entretanto, ha aparecido el hecho de la corrupción en amplios sectores con responsabilidad. Esto ha llevado a la difamación de los políticos y a la desacreditación pública de la vocación política. Ello es igualmente grave: en primer lugar, porque una inmensa mayoría son justos y limpios; y en segundo lugar, porque no se puede llevar a la conciencia pública, y sobre todo a las nuevas generaciones de jóvenes, la idea de que es inevitable la corrupción. Con ello estaríamos incubando la distancia y el rechazo de esta vocación, cuya justicia y dignidad, responsabilidad y grandeza debemos reivindicar de nuevo. A esos políticos ejemplares debemos grandes logros en nuestro país: reconocerlo y agradecérselo es un deber sagrado.

OLEGARIO GONZÁLEZ DE CARDEDAL / TEÓLOGO – ABC – 01/04/16