JORGE BUSTOS-EL MUNDO

El martes Twitter me informó del bloqueo de mi cuenta por un tuit ofensivo. Fue hace cinco años, navegaba a bordo del ferry y tuiteé: «Barco a Cíes. A matar jipis». Deduje que las autoridades de Twitter prefieren el pop y detestan a Siniestro Total hasta el punto de negarle la libertad de expresión a quien se atreva a tararear públicamente sus estribillos.

La anécdota me llevó a algunas categorías. Al debate sobre los límites del humor que debería versar sobre los límites de la susceptibilidad. A la necesidad de vigilar al vigilante, ese gran hermano que vuelca elecciones y no paga impuestos pero ejerce de guardián panóptico de nuestra moral expresiva. O a la plaga de la estupidez literalista, ébola digital que está diezmando la comprensión lectora de varias generaciones y que proscribe la ironía como los jemeres rojos encarcelaban a los camboyanos con gafas: bajo sospecha de inteligencia. Mientras no creemos algoritmos sensibles a la metáfora o el sarcasmo, la inteligencia artificial no se librará de la acusación de distopía.

Sin embargo, el verdadero desafío que plantean los envalentonados enemigos de la libertad de expresión es más profundo que los citados y trata sobre el peligro del ideal. En efecto, la censura está regresando como siempre lo hizo: por nuestro bien. Nuestro censor nos ama, y nos quiere mejorar para poder amarnos más. La libertad, la justicia y el amor siempre mueren en nombre de la libertad, la justicia y el amor: ese es el secreto de su éxito, como sabe todo Münzenberg o cualquier Goebbels. La censura triunfa porque nace de un idealismo más potente que el de la búsqueda de la verdad: el atávico objetivo de que nuestra tribu prevalezca. Ese cableado psíquico es el que ha permitido a nuestra especie reinar sobre la faz de la tierra. Por eso critica Haidt la mente de los justos: porque cuanto más intensa sea nuestra conciencia de militar en el lado correcto de la historia, más fácilmente suprimiremos los escrúpulos que nos disuaden de aplicar nuestro ideal a los demás con la mayor de las contundencias. ¡Lo hacemos por su bien y el de toda la humanidad! Asquea reconocer que Auschwitz y Kolimá culminan dos concienzudos programas de perfeccionamiento del ser humano, pero así fue. Su intención era buena: una sociedad sin clases, una sociedad sin débiles.

La corrección política nació con la sana intención de no ofender a los negros, a los homosexuales, a los discapacitados, a los jipis incluso. Hoy los colectivos se han multiplicado tanto que la mitad femenina del planeta integra uno. Y todos aspiran a imponer la despótica revancha del oprimido, un buenismo obligatorio contra el que se están rebelando los malistas del ideal opuesto. Entretanto nosotros, los perplejos, hemos de borrar un tuit inocente para rescatar la libertad que nos va quedando.