KEPA AULESTIA-El Correo

ETA no es capaz de hacer un balance histórico. La conclusión sería el horror del absurdo

La última declaración de ETA, en la que dice reconocer el daño causado, considera que «nada de todo ello debió producirse jamás, o que no debió prolongarse tanto en el tiempo». Dos frases que resultan engañosas; porque lejos de mostrar un mínimo asomo de autocrítica sirven para que sus redactores se sacudan toda responsabilidad sobre acontecimientos debidos al conflicto heredado y a la carencia de una solución democrática al mismo. Una de las características más notables de la cultura etarra es que sus partícipes están inhabilitados para imaginar siquiera una historia distinta a la conocida. A principios de los años 60, los entonces integrantes de aquellas nuevas siglas se adentraron –o, más bien, simularon hacerlo– en un debate sobre la violencia y la no violencia como vías divergentes para procurar la liberación de Euskadi. Fue con toda probabilidad un ejercicio especulativo condenado, si no a optar por el terrorismo, sí a descartar el pacifismo gandhiano. Pero desde que se encendiera la mecha de la espiral acción-represión –pongamos que en 1968– el cuestionamiento del uso de las armas pasó a ser motivo de expulsión o de escisión, para convertirse en un tema tabú prácticamente hasta 2011. No hay texto alguno en la historia de ETA que plantee, siquiera como hipótesis de trabajo, la eventualidad de renunciar al uso de la fuerza física. Porque con solo pensarlo todo podía venirse abajo. Así es como la violencia se hizo ideología, e ideología nuclear.

No es tarde para recurrir a la ucronía con ánimo pedagógico. Para suponer qué hubiera pasado si aquel pequeño grupo de jóvenes nacionalistas, inicialmente un tanto diletantes y después –paradójicamente– disconformes con la pasividad de sus mayores hubiese desechado utilizar explosivos y armas, o simplemente no se les hubiera ocurrido echar mano de la violencia. Probablemente la transición a la democracia no hubiera resultado muy distinta si Luis Carrero Blanco hubiese fallecido de muerte natural. Y a cambio tendríamos hoy una sociedad sin tantos silencios, reservas mentales y vergüenza moral como la que engendramos unos y han heredado otros. Pero lo que diferencia a los vascos de ahora entre sí es que la mayoría es capaz de imaginar que la historia discurriera por caminos muy distintos; mientras los nostálgicos de una ETA que hace tiempo dejó de serlo se sienten en la necesidad de pensar el pasado reciente como una fatalidad ineludible que no dejó a los activistas del terror otra opción que la de recurrir a las armas. O, mejor, que jalear para que algunos de ellos lo hicieran en su nombre.

Para los fieles a ETA la ucronía es tabú no solo porque les parezca inútil. En su comunicado la banda recuerda, de manera ventajista, que el pasado no tiene remedio. Es tabú porque no son capaces de proceder a un balance histórico de su actividad, puesto que la única conclusión posible es el horror del absurdo. Hace tiempo que los dirigentes de la izquierda abertzale dejaron de explicar el «cese de la actividad armada» como consecuencia de que Euskal Herria había pasado a una etapa más avanzada en pos de su liberación. Ni los más entusiastas pueden comulgar ya con semejantes fábulas sobre el pronto advenimiento de la etapa final de un combate de cincuenta años cuerpo a cuerpo. Claro que tampoco puede decirse que la ‘lucha armada’ no haya servido para nada. Porque aunque todo acabe en la enésima puesta en escena de una debacle imposible de disimular, durante muchos años la violencia se hizo valer como recurso de amedrentamiento e imposición. Tanto que aun hoy hay espacios en Euskadi y en Navarra prohibidos al ejercicio de la libre crítica. No sea que a uno le tachen de oportunista por cebarse con quienes cada día que pasa tienen menos cosas que contar sobre su pasado. Las propias dificultades de entendimiento en torno al relato, a la verdad y a la justicia con los herederos de ETA tienen que ver con esa imposibilidad, en gran medida psicológica, para imaginar un pasado diferente. El abismo moral continúa ahí porque la cultura etarra no puede evolucionar mucho más allá de lo que ofrece el comunicado de ayer.