Un ‘borroka’ peligroso

José Antonio Zarzalejos-El Confidencial

Torra no es insoportable ideológica o políticamente. Es insoportable moral y cívicamente. Y por lo tanto, es una persona tan censurable como aquellos a los que representa y de los que es un guiñol

La historia enseña que las prácticas subversivas desde el ejercicio del poder son las más típicamente totalitarias. Joaquim Torra, vicario presidente de la Generalitat de Cataluña, es el ejemplo más conspicuo de la traición a las propias instituciones de las que es titular. Torra no representa otra cosa que una infiltración subversiva en el Gobierno de Cataluña para destruirlo. Sigue así las prácticas más ominosas de las ideologías corrosivas que practicaron los fascistas catalanes del siglo XX a los que Torra admira en la misma medida en que —escrito está— desprecia a los españoles y, por derivación, a los catalanes ‘traidores’ a la causa de la independencia de Cataluña.

En términos muy entendibles en la política española contemporánea, el presidente de la Generalitat es un ‘borroka’ peligroso, es decir, un tipo alzaprimado, burdo, que desprecia la ley y trata de destruir la institucionalización democrática animando a los vándalos callejeros a que “aprieten”. Y cuando los CDR —ya incursos en la auténtica ‘kale borroka’— desempeñan el papel que el presidente de la Generalitat les anima a protagonizar y la policía autónoma pretende cumplir con su obligación (en este caso, los Mossos d’Esquadra), interviene él con sus facultades para reprender a los funcionarios y salvaguardar la impunidad de los encapuchados.

A tal fin, se ordena a la policía integral de la comunidad, bajo el mando de la Generalitat, que no intervenga cuando los prohijados de Torra paralizan durante 15 horas la AP-7 o levantan impunemente los peajes de las autovías y autopistas bajo la mirada impotente de los Mossos. Los beatos de la democracia dicen que así se “evitan males mayores” mientras la recluta de los embozados crece y sus acciones ilegales aumentan. El panorama no puede ser más desasosegante, y tal pareciera que fuera Arnaldo Otegi —amigo de Torra, al que se abrazó entrañablemente no hace mucho— el referente del separatismo catalán.

Alarma mucho más que un personaje extraído del peor muestrario totalitario del periodo de entreguerras del siglo pasado sea el jefe político de un cuerpo policial con 17.000 efectivos armados que su llamamiento a los catalanes independentistas para que inicien, alegres y combativos, la “vía eslovena” (es decir, la bélica) por más que sea “dramática” (como se encargó de enfatizar el huido Toni Comín), o que se retire al monasterio de Monserrat para “ayunar” 48 horas en solidaridad con cuatro presos procesados por un presunto delito de rebelión. La imagen de conjunto del personaje es tan desoladora como la que ofrece la propia sociedad catalana, que solo susurra algún reproche pero que calla por miedo a la expulsión del perímetro de la tribu o por intereses tantas veces inconfesables.

Un tipo que ‘motu proprio’ o por indicación de terceros señala con el dedo el camino insurreccional en Cataluña, alzando como paradigma necesario la implosión de la antigua Yugoslavia, es un ignorante o es un malvado, o las dos cosas a la vez. En todo caso, ni es demócrata ni nada que se le parezca y representa sin paliativos un peligro público porque sus soflamas se formulan desde el poder institucional, desde el mando de un cuerpo policial, desde el manejo de un presupuesto público y en desafío a un Estado democrático y, también, contra la mayoría de los propios ciudadanos catalanes y contra todos los demás del resto de España.

Torra no es insoportable ideológica o políticamente. Es insoportable moral y cívicamente. Y por lo tanto, es una persona tan censurable como aquellos a los que representa y de los que es un guiñol. Solo un tipo de sus características —por más que le ‘reinterpreten’ sus politólogos de guardia— puede incurrir en la bajeza de agredir a sus propios funcionarios policiales y señalar como transitable el conflicto balcánico para Cataluña y para España.

Si el Gobierno de Pedro Sánchez necesitaba algún dato más para hacerse una completa composición de lugar tras sus esfuerzos dialoguistas con el independentismo, habrá llegado a la conclusión, a tenor de lo que ayer declararon sus portavoces, de que, en las actuales condiciones, no hay nada que hacer y que a cada gesto de mano tendida, Torra y su cómplices responden con la tozudez de los débiles y la impotencia de los soberbios.

No todos los independentistas, ni siquiera la mayoría, le respetan. Pero callan o solo murmuran. Así empiezan los años de plomo en las sociedades que creen que estos son vientos que no traerán tempestades. Los más ingeniosos suponen que, en realidad, la hipérbole eslovena y la manipulación de la policía catalana pretenden la aplicación otra vez del 155 para, así, salir con el recurso al victimismo del laberinto en el que, a tientas, deambula el separatismo. Si así fuera, habría que satisfacer sus deseos y aplicarlo, no tanto para suspender la autonomía catalana cuanto para defenderla de sus destructores y salvaguardar la democracia en España.