J. M. RUIZ SOROA-El Correo

Debo de ser uno de los pocos españoles que no tiene una postura claramente definida a favor o en contra de la pena de prisión permanente revisable para ciertos y gravísimos delitos. Escucho a los inflamados defensores o debeladores de la pena en cuestión y me surge la sensación de que ambas partes practican un populismo similar, aunque de sentido opuesto.

Verán, hay unos que nos dicen que esta pena es necesaria para castigar conductas gravísimas para las cuales, según ellos, otras penas no serían suficientemente disuasorias ni retributivas. Pero este efecto disuasorio de la pena de prisión perpetua por comparación a otras de 25, 30 o 40 años que ya existen no está mínimamente acreditado por la experiencia. Es más, los expertos en la cuestión lo ponen muy en duda. En realidad, no parece sino que con este tipo de pena se persigue sobre todo una finalidad puramente retributiva de castigar ciertos crímenes odiosos con implacable severidad y, sobre todo, dar satisfacción a una opinión pública poco ilustrada. Pero la retributiva no es sino una, solo una, de las funciones de la pena.

Otros proclaman que la prisión permanente revisable sería cruel e impediría la resocialización del delincuente, además de patentemente inconstitucional. Pero resulta que todos los países europeos (salvo Portugal) la tienen establecida en su legislación y tribunales tan fiables como el Constitucional alemán o el Europeo de Derechos humanos la han declarado compatible con la dignidad humana siempre que sea de verdad revisable en el tiempo según la evolución del penado. Pobres argumentos entonces. El único de peso es el de que el plazo de revisión debería ser más corto que el que establece hoy el Código Penal de 25 años, quizás debería fijarse uno de 15.

Cegadas ambas partes por el populismo de sus respectivas posturas, resulta que no se debate de algo mucho más relevante: que es el caso de las penas de prisión muy largas pero sin posibilidad de revisión. En efecto, hasta el más lerdo puede darse cuenta de que es mucho peor (más cruel y posiblemente más indigna) una pena de reclusión de 30 o 40 años sin posibilidad de revisión, es decir, sujeta a su cumplimiento completo e implacable, que una de prisión permanente pero revisable a los 25 en función de la progresión del reo. Máxime cuando las primeras excluyen la aplicación de beneficios penitenciarios. Y, sin embargo, de ello no se discute.

No parece sino que lo que concita la atención de nuestros representantes no es tanto la substancia (la adecuación de las penas a las exigencias de la dignidad humana) como el nombre: que es el de «prisión perpetua». A favor o en contra de ella todo el mundo tiene sentimientos urgentes. Pero respecto a una pena de 40 años no revisables ni beneficiables nadie parece experimentar dudas. Pobre debate.