CONSUELO ORDÓÑEZ Presidenta de Covite-El Correo

Con un apretón de manos, Confebask permitió a Otegi no solo blanquear a ETA y su trayectoria criminal, sino a sí mismo con el visto bueno de sus otrora víctimas

Al ver esta semana la imagen del presidente de Confebask estrechándole la mano a Arnaldo Otegi en una reunión, enseguida se me vino a la cabeza otra fotografía. Se publicó en 1979. En ella aparece el empresario Luis Abaitua, que entonces tenía 48 años, con rostro serio y recostado tras una pancarta en la que se leían las siglas de ETA. La imagen se envió a los medios de comunicación acompañada de una amenaza: si en diez días la empresa Michelin, en la que Abaitua era director, no llegaba a un acuerdo con los trabajadores, sería «ejecutado». Desconozco si el secuestrado contó alguna vez cuál de sus captores le había inmortalizado. Podríamos haber salido de dudas si el presidente de Confebask se lo hubiera preguntado a Arnaldo Otegi. El líder de la izquierda abertzale conoce de primera mano los entresijos de aquel secuestro. No en vano, él fue uno de los captores.

Sin embargo, este asunto no estaba en la agenda del encuentro. Tampoco lo estaba el ‘impuesto revolucionario’, las amenazas ni los ‘pernicidios’, aquella macabra estrategia de ETA de marcar a los industriales con un tiro en la pierna a modo de aviso para que sucumbieran a su chantaje. Ni siquiera se puso sobre la mesa a los 40 empresarios asesinados por la banda terrorista, ni a los 52 secuestrados, ni a los 10.000 extorsionados. No fuera a ser, imagino, que Otegi se revolviera en su asiento.

Hace unos meses, en un acto convocado por la patronal para homenajear a los empresarios que habían sido víctimas del terrorismo, los organizadores decidieron prescindir de EH Bildu. La lógica de su decisión era tal que ni siquiera tenían por qué dar explicaciones: EH Bildu es el brazo político de una organización terrorista y, por más que sea una formación legalizada, no ha condenado el terrorismo de ETA y sigue justificando sus crímenes, incluida la extorsión, por lo que asistir a un homenaje a sus víctimas es, cuanto menos, un ejercicio de cinismo. Aun así, la izquierda abertzale mostró su «indignación». Cuando lo leí, pensé que era una broma. ¿Acaso a un encuentro de mujeres violadas invitarían a un violador? Entonces, ¿cómo pretendía el Otegi secuestrador de empresarios que lo recibieran en un homenaje a los secuestrados?

Al parecer, la lógica que exhibieron los empresarios hace solo unas semanas se ha esfumado. Confebask no solo le ha brindado a Otegi la oportunidad de mantener un encuentro que lava su imagen –que no su conciencia, que es otra cuestión–, sino que lo ha elevado a la categoría de interlocutor legítimo. Con un apretón de manos y bajo un calculado manto de silencio le permitieron blanquear no solo a ETA y su trayectoria criminal contra el sector, sino a sí mismo con el visto bueno de sus otrora víctimas.

La citada reunión coincide con la publicación del libro ‘La bolsa y la vida’. En él se revelan datos interesantes, como que el gran negocio de la organización terrorista fueron los secuestros: hasta 8.100 millones de pesetas obtuvieron gracias a los rescates abonados por los rehenes –la mayoría, empresarios– a cambio de su liberación. Con ese dinero se salvaron algunas vidas, pero se financió el asesinato de muchas otras.

Las víctimas del terrorismo jamás hemos reprochado a los empresarios que sucumbieran a la extorsión o que pagaran un rescate. El dilema moral entre proteger la vida propia y de tu familia o no contribuir a que ETA siguiera asesinando no tiene una solución sencilla. Nadie habría querido estar en esa situación ni recibir la carta con el sello etarra que en adelante hipotecaría su existencia.

Sin embargo, lo que como víctima sí puedo reprocharle a Confebask es que haya dado carta de naturaleza no a los justificadores de ETA, sino directamente a quienes cometieron sus crímenes. Otegi puede venderse como hombre de paz, pero le guste o no lo que marca su biografía es haber pertenecido a una organización terrorista, haber secuestrado al empresario Luis Abaitua y haber jugado a la ruleta rusa con él, causándole una humillación que arrastró el resto de su vida. Lo que marca a Otegi es que, además de que lo hizo, no se arrepiente de ello. Para su «lógica revolucionaria», era su obligación.

Y, pese a ello, los compañeros de Abaitua, de los 40 empresarios extorsionados, de los 52 secuestrados y de los 10.000 extorsionados se prestan a participar en su estrategia de pasar página del pasado sin leerla. Nos hablan de que en la reunión se entabló un clima de «respeto mutuo». Me pregunto cuál fue el momento exacto en el que Otegi empezó a respetarles. Quizá cuando secuestró a su compañero o cuando lo acusaron de participar en el rapto de otro empresario, Javier Artiach, aunque nunca pudo demostrarse. Quizá cuando le detuvieron en 1987 con siete cartas de extorsión dirigidas a industriales de Pamplona y Vitoria. Quizá cuando en 2000 cacareó, tras la muerte de cuatro terroristas por la explosión de su propia bomba, que «el futuro de este país lo vamos a conquistar peleando» y al día siguiente ETA mató a José Mari Korta, presidente de la patronal guipuzcoana. O quizá cuando los compañeros de las víctimas le abrieron las puertas de su casa sin exigirle la menor de las responsabilidades.