Editorial-El Mundo

QUIZÁ no sepa bien lo que ha hecho el juez de la Audiencia Territorial de Schleswig-Holstein que ha decidido poner en libertad bajo fianza a Carles Puigdemont y descartar por su cuenta y riesgo el delito de rebelión. No se trata de defender la prisión y la rebelión por afán de venganza de una Nación secular ciertamente dañada por la agresión unilateral de Puigdemont al frente de la Generalitat. Se trata de creernos o no que existe la Unión Europea, y que ésta es lo que dice ser: un espacio de alianzas suscritas por países amigos que se protegen de sus viejos atavismos mediante la confianza en el derecho compartido, plasmado en figuras como la euroorden. La misma euroorden a la que el juez alemán acaba de desprestigiar, además de humillar la labor paciente y exhaustiva de las más altas magistraturas españolas. El daño es profundo no sólo para España, sino para las propias instituciones comunitarias acosadas por una ola euroescéptica que ahora será más difícil de contener.

Más allá de que la decisión del juez de Schleswig-Holstein resulte o no recurrible, y de que la euroorden no es algo que pueda retirarse o dictarse a capricho sin desacreditarse, el Supremo debe evitar que los cimientos de su causa, ahora amenazados por la incomprensión extranjera, sean completamente socavados. El juez Llarena podría negarse incluso a aceptar la entrega de Puigdemont exclusivamente por un delito de malversación, responsabilidad muy barata para un golpista que intentó seccionar la soberanía nacional. Pero eso consagraría la libertad de movimientos que disfrutaría el huido indefinidamente a lo largo y ancho de otro país añadido a Bélgica: nada menos que el motor de Europa, Alemania. Lo de menos es el previsible envalentonamiento con que el separatismo celebrará la libertad provisional de su caudillo. Lo desolador es que este hito posiblemente marcará futuras decisiones del Tribunal de Estrasburgo en el exacto sentido que conviene al relato victimista del soberanismo, que encuentra en la misma Europa cuyas bases morales ataca una inusitada, dolorosa complicidad. Magro consuelo trae que el texto niegue el mantra amarillo de la persecución política.

Podríamos especular ahora sobre la astucia de Puigdemont, infravalorada sistemáticamente por el Gobierno de Mariano Rajoy. Pero Puigdemont no es tan poderoso como lo pintan sus ridículos hagiógrafos. En este punto, nadie más que el juez alemán es responsable de la renovada impunidad del prófugo. Si esta es la confianza que los europeos hemos de tener en la solidaridad continental para repeler golpes de Estado internos, entonces la UE es un proyecto fallido. Un país como Alemania, que prohíbe expresamente el secesionismo como opción política y que recientemente sentenció contra el deseo de Baviera de celebrar un referéndum de autodeterminación, se desentiende de ese mismo problema si afecta a España. Niega con ello la naturaleza misma de la euroorden, que consiste en el reconocimiento mutuo de resoluciones judiciales y la asunción de que todos los países de la Unión Europea disponen de sistemas judiciales justos y de garantías legales plenas. Es decir, considera que la Justicia española no es de rango europeo.

La bombona de oxígeno alemana alejará a Cataluña aún más de la normalidad constitucional. El conflicto entre facciones separatistas alargará el bloqueo quizá hasta la víspera misma del plazo para nuevas elecciones. Pero lo más preocupante es la reacción del Gobierno, que se limita a pedir respeto y confianza. Rajoy no sólo no abordó a tiempo el desafío separatista sino que tampoco se ha preocupado por hacer pedagogía de su verdadera naturaleza por Europa. Los resultados están a la vista. Los españoles serán duros con este fracaso como con ningún otro del Gobierno. Por la estremecedora razón de que quizá no tenga remedio.