Hermann Tertsch    ABC

Hay una gran diferencia entre aquellos camisas pardas que quemaban los libros de Zweig y las camadas totalitarias que ahora quieren acabar con todo lo español en Cataluña                                                                                                                                                                                                                 

«Estoy recibiendo muchas cartas airadas de todo el mundo por la quema de mis libros hoy en Berlín. Llegan de Holanda, Francia, Inglaterra… nadie puede concebir que después de 400 años vuelvan a quemarse libros…», le escribía Stefan Zweig a su amigo Alois Mora el 10 de mayo. Lo hacía desde Salzburgo, ciudad austriaca en la frontera con la Alemania hitleriana. «Hoy todavía podemos decir con orgullo que eso no habría sido posible en Austria». Todavía. La situación iba a peor. Un mes más tarde confesaba a su amigo Andreas Latschke: «Mi situación es mala, peor de lo que me atrevo a dictar. Aquí ya no se puede vivir, no se puede decir ni una palabra a nadie porque todo es nacionalsocialista. Ni los amigos cercanos son ya seguros. Aquí se ahoga uno entre enemigos y espías…». Zweig no cumplía ningún requisito para ser buen nacionalsocialista. Y lo que se exigía en el Salzburgo obnubilado por el milagro alemán era eso. Aquellos austriacos solo pensaban en que «todos somos de los països germanos». La llamada de la tribu. La de entonces y la de ahora, la que se oye en coro entonada por jóvenes camadas de odiadores salidos de colegios y universidades del adoctrinamiento y la mentira.

«Joan Manuel Serrat eres la vergüenza de Cataluña. No mereces ser catalán con las barbaridades que dices. En el nuevo país no te queremos por demagogo». Gloria Nicolau Figuera se lo dice tal como lo siente a Serrat. Que se vaya. Que no hay sitio en el nuevo país más que para buenos catalanes que piensan todos igual. La niña no tiene la culpa. La tienen los canallas que la adoctrinaron y los cobardes que desde lejos, desde Madrid, lo permitieron. A Juan Marsé aún no le han quemado los libros. Quizás solo porque las televisiones que agitan las bajas pasiones aun no creen llegado el momento de ese golpe escénico del Fahrenheit 451 para los programas que ponen al rojo vivo. Ellos dirán cuándo. De momento se rompen los libros y se escriben insultos a Marsé en las tapas y hojas arrancadas. Otro mal catalán. Ni Serrat ni Marsé han sido combativos contra lo que se veía venir. Zweig tampoco. No pensaba que fuera posible algo así en una sociedad tan culta y sofisticada, en ese oasis de sensibilidad.

Hay una gran diferencia entre aquellos camisas pardas que quemaban los libros de Zweig y las camadas totalitarias que ahora quieren acabar con todo lo español en Cataluña. Estas de hoy tienen la inmensa suerte de que no pueden ganar. Si lo hicieran, aunque solo fuera por unos años, tendrían tiempo para hacer cosas de las que arrepentirse durante muchas vidas. Como pasó a los de la hoguera del 10 de mayo de 1933 en el Opernplatz. Poco después estaban alistados a una guerra criminal por hacer buenos alemanes a los vecinos que hablaban parecido a ellos. Mientras a los malos alemanes los mataban en casa.