ARCADI ESPADA-EL MUNDO

Hace tiempo que no los veía. Las últimas veces era de cuando aseguraban que a una señal suya la economía de Cataluña se pararía (Junqueras). O que las calles estarían permanentemente ocupadas si el Gobierno impedía sus planes (Sánchez). O que había llegado la hora de ir por todas (Romeva). Sic. Pensar en un preso es un mal asunto. Estos se habrán levantado de madrugada en una celda inhóspita. Habrán desayunado como el que se inyecta. Luego las esperas, sincopadas, inacabables. El alba muy fría, despuntando. Y el furgón, que es un modo algo hamacado de viajar. La sala va llenándose de familiares y amigos, y no dejan de sonreírles, animosos. Aparte del reencuentro está la adrenalina del día que por fin ha llegado. De las sonrisas y de los gestos más o menos cómplices se abstiene notoriamente el preso Junqueras. Ha optado por el hieratismo. Si hubiera un cronista deportivo diría que quiere sostener el cielo con su espalda. Bueno, echarse el partido encima, digo. Se aprecia en Junqueras ese delicado momento del hombre en que el Atlante empieza a dictarle su conducta.

Un preso es un mal asunto porque al lado de su condición, de su desvalimiento indiscutible, está el daño que ha causado. A veces el daño es obvio e hiriente. Hay un cadáver. Una caja fuerte vacía. Una mujer violada. El daño que hicieron los presos nacionalistas es de otro orden. Por suerte no hay un solo muerto. El Proceso costó un ojo de la cara y un huevo. Mucho para los que los perdieron, pero poco precio cuando se lo encara con la libertad de un pueblo, verás. Ahora bien. Cómo no adjudicar a estos presos el roto incurable de la convivencia en Cataluña. La incalculable malversación de dinero y de tiempo públicos. La erosión de la democracia española, es decir, de los derechos de los españoles, a la que se dedicaron de modo sonriente y sostenido.

Algunos de los abogados consideraron en la primera sesión del juicio que el derecho a la presunción de inocencia de sus clientes se ha vulnerado en la conversación pública española. Es probable. Y el reproche es justo. El problema es que se dirige a las personas que, por así decirlo, contemplaron un crimen con el pleonasmo de sus propios ojos. Y no a dos, cuatro o diez personas. A millones. Yo mismo. Yo vi el 27 de octubre de 2018, poco después de las cinco de la tarde, cómo la presa Forcadell leía la declaración de independencia de Cataluña ante los diputados que la aprobarían minutos después. Yo vi a policías autonómicos apostados en los lugares de la votación ilegal del 1 de octubre incumpliendo las órdenes de la Fiscalía que les obligaban a impedir la ceremonia. Yo vi a la multitud, alentada por las máximas autoridades políticas de Cataluña, impedir con su fuerza que la policía nacional cumpliera las órdenes judiciales que la policía autonómica no estaba cumpliendo. ¿Qué quiere decir, por cierto, y respecto de la fuerza ilegítima, que el preso Sánchez declarara antes de ese día de octubre que si las urnas no hablan, hablaría la calle?

Es falso sostener que el Estado español abrió una Causa General contra el independentismo que concluye con este juicio, como dijo ayer uno de los abogados y es recurrencia habitual en la estrategia de algunas defensas. El independentismo operó con total tranquilidad en Cataluña y en el resto de España mientras sus movimientos se atuvieron a la legalidad. Pero, al mismo tiempo, es imposible juzgar los hechos de octubre si no se inscriben en una Causa General contra el Proceso. El Proceso tuvo por objeto declarar la independencia de Cataluña, con la ley o contra la ley. Y en una acción sostenida de varios años movilizó un número notable de personas y de recursos, siempre bajo la dirección de la autoridad política catalana, que nunca obedeció a las masas, sino que las encuadró, en una sucesión de bellos efectos populistas.

La pregunta profunda de este juicio no es si los hechos que relata la acusación son ciertos. La pregunta es cómo decidirá la democracia española castigarlos.