Editorial-El Mundo 

LA DESGRACIADA muerte del piloto de un Eurofighter al estrellarse en Albacete cuando regresaba del desfile del 12-O en Madrid ensombreció ayer una Fiesta Nacional que, por lo demás, se celebró con un espíritu mucho más optimista del que cabía imaginar escasos días atrás. El desafío independentista catalán fue omnipresente. Pero tanto los ciudadanos que, de forma masiva, presenciaron la parada militar, como los dirigentes y representantes sociales que acudieron al Palacio Real exhibieron el ánimo que corresponde a quienes se saben del lado de la razón.

Era el de ayer un día para sentir orgullo de ser españoles, como rezaba el eslogan de la campaña de Defensa, porque significa reivindicar el hecho de ser ciudadanos de una de las naciones más antiguas e importantes de Europa, en la que desde hace cuatro décadas hemos sido capaces con no poco esfuerzo de consolidar un Estado de libertades e igualdad que no queremos que nadie nos robe. Y todo lo que está sucediendo ha despertado en muchos españoles, como se comprobó ayer, la necesidad de exhibir ese patriotismo abierto e inclusivo en el que tienen cabida todas las diferencias que conforman España. Un patriotismo cívico que nació en unas Cortes de Cádiz en las que tan temprano históricamente como 1812 se defendieron ideales tan modernos como la legalidad parlamentaria y la soberanía popular; y que abrazarían después, hasta nuestros días, españoles de todas las ideologías. El patriotismo no tiene ni puede tener etiquetas. Y entristece que representantes de la izquierda más radical sean hoy refractarios a ese orgullo de lo español que defendieron por igual Ortega, Azaña o Miguel Hernández.

El independentismo catalán instalado en el puro golpismo pretende asestar un tiro de gracia a la Nación que han construido generaciones de españoles lo largo de los últimos cinco siglos. Y por ello, independientemente de que la ensoñación de Puigdemont y de las CUP esté condenada al fracaso más absoluto, ha cundido un lógico desasosiego. La contundencia del mensaje del Rey de la semana pasada no sólo sirvió para urgir a los legítimos poderes públicos a dar los pasos necesarios para restaurar el orden constitucional en Cataluña, sino que también fue un aldabonazo para insuflar el necesario ánimo y tranquilidad en la sociedad española, incluida esa mayoría silenciada de catalanes que, como los demás, desean seguir siendo lo que son, españoles y europeos.

Así se lo reconocieron ayer los miles de ciudadanos que ovacionaron al Monarca. Del mismo modo, políticos de distinto signo reconocieron en el Palacio Real que los últimos acontecimientos han ayudado a rebajar la tensión, entre ellos la decisión de las principales empresas de Cataluña, el sainete-repliegue del propio Puigdemont en el Parlament, así como el pacto entre Rajoy, Sánchez y Rivera para activar el 155 si se hiciera necesario.

Sin dejar de ser conscientes de lo extraordinariamente delicada que sigue siendo la situación, la fuerza moral también dominó ayer la gran manifestación que volvió a registrarse en Barcelona, apenas cuatro días después de la histórica vivida el domingo, en apoyo de la legalidad constitucional. Unas 65.000 personas reivindicaron el día de la Fiesta Nacional, 13 veces más que en 2016, en otra demostración de que el independentismo ha perdido el monopolio del espacio público.

Bienvenido sea este rearme de optimismo en vísperas de una semana decisiva. El lunes, Trapero, el mayor de los Mossos, deberá volver a declarar ante la Audiencia Nacional por sedición. Y cuando lo haga tendría que haberse producido la respuesta de Puigdemont al requerimiento del Gobierno; de lo contrario, empezaría la cuenta atrás hasta el jueves para que se active el 155. Un desafío harto difícil para el Estado que, sin embargo, combatirá mucho mejor si se mantiene la amplia unidad política y social que ayer se registró.