El Correo-J. M. RUIZ SOROA

La banda quiere la muerte y la represión antes que la libertad. Y por eso no puede ser considerada antifranquista. Ni en 1968 ni en 2000. Y aunque el Gobierno vasco se empeñe

Hace meses que en estas páginas se publicó un delirante artículo de un terrorista nacionalista vasco que reconocía su error pasado salvo en un punto: decía que en la dictadura franquista, hasta 1975 por lo menos, lo de ETA fue una especie de continuación de la Guerra Civil, algo así como una resistencia armada ante el opresor fascista. Incluso, decía, ellos peleaban por la República española de 1931 o por su recuerdo. Bueno, pues ahora es el mismo Gobierno vasco el que se apunta a esta donosa patraña en su plan de explicación escolar de la violencia sufrida por la sociedad vasca. ¿Explicación? ¿O más bien deliberada confusión, tanto en términos históricos como morales?

ETA nunca fue antifranquista, salvo en un sentido irrelevante: el de que como Franco era el jefe del Estado español, luchaba contra él. Como luchó contra el que siguió a Franco, el Rey Juan Carlos. Y como hubiera luchado contra cualquier régimen político español, República incluida, sencillamente porque luchaba contra España como poder colonial que sometía al pueblo vasco y le era igual quién fuera el titular de ese poder. José Antonio Echevarrieta, uno de los pocos teóricos de fuste de ETA, lo dejó claro: «Primero la independencia, luego hablaremos de democracia». Por eso, cuando terminó la dictadura franquista, cuando en España se amnistió a todos los terroristas en 1977, cuando una Constitución democrática fue promulgada y activada en 1978, ETA siguió matando. Y matando más todavía, mucho más que antes. Porque no mataba a Franco, mataba a España. Y España era más peligrosa para sus fines una vez democratizada que cuando era pura dictadura.

Lo de que ETA surgió como consecuencia de la represión franquista es pura patraña, lo diga Agamenón o su porquero. Surgió como consecuencia de una decisión razonada e individual de unas personas que consideraron que generar terror social indiscriminado era una buena táctica para acercarse al logro de sus fines, que eran los del nacionalismo vasco irredento y extremoso. El mismo nacionalismo que nunca luchó por la República española, a la que detestaba profundamente, sino por la independencia, y por eso rindió sus batallones cuando, para él, terminó la guerra en 1937.

Es relevante señalar que, en los años en que ETA empezó a matar, el nivel de represión que ejercía la dictadura llegó a sus mínimos históricos. En 1968 había… hasta ikastolas. El desarrollismo y el arribismo social había difuminado el recuerdo de la guerra y la dictadura era lo más parecido al régimen chino actual, el de «enriquécete y no pienses en libertades». Por eso a los de ETA les costó tanto dar el paso: porque matar era una realidad disonante, terriblemente disonante, en aquel momento. Casi tuvieron que forzarse para matar, decía Aranzadi.

Ahora bien, hay otra cosa cierta: aquel nivel de represión salvaje e indiscriminada que no existía en 1968 comenzó entonces a existir y fue real para 1975, en unos pocos años. La represión inexistente que los primeros violentos soñaban la consiguieron hacer real y efectiva con su práctica, ayudada –claro– por la torpeza y crueldad del régimen. Fueron ellos los que hicieron real lo imaginado con el éxito de su estrategia de acción-represión-socialización.

Esta reconversión y renacimiento de la represión dictatorial que pretende ahora alegarse como justificación inicial de ETA es en realidad, si bien se mira, la mejor demostración de que el terrorismo no puede nunca confundirse con una guerra, una insurgencia, resistencia o un maquis, como quieran ahora imaginarlo. El terrorismo es una actividad con una específica y particular perversión, que lo distingue hasta de la guerra. Consistente en que el terrorista no busca sólo causar daño con su acción al enemigo que sueña, sea el sistema político existente o a la sociedad viviente (sea un daño indiscriminado sobre inocentes o un daño discriminado sobre culpables de algo), sino que quiere fervientemente que el sistema atacado reaccione a su vez dañando a inocentes. Es así como puede tener éxito: creando una represión salvaje allí donde antes existía conformismo aborregado.

Los terroristas nacionalistas vascos no sólo querían matar a Pardines o Monasterio, a Manzanas o Carrero Blanco, sino que querían sobre todo que la Guardia Civil o la Policía Armada mataran a cuantos más inocentes mejor. Cuando un paisano noctámbulo o madrugador caía acribillado en un control de carreteras, ETA aplaudía y se felicitaba por su éxito. Cuantos más inocentes mueran, sobre todo si son vascos, mejor para nosotros, más posibilidades de éxito, más conciencia en el pueblo.

Esta es la perversión esencial del terrorismo, que lo distingue de cualquier otra violencia de las que entonces tuvieron lugar. Que ETA no sólo quería matar ella, sino que quería que sus enemigos mataran también, ello formaba parte de su plan y su estrategia. Victimizaba a la población inocente por partida doble, aunque disfrazando siempre su acción para que pareciera fruto autónomo de la decisión del odiado invasor. Pero no, el terrorista nacionalista quiere que su pueblo sufra, es parte necesaria de su diseño táctico.

Por eso, precisamente cuando España fue consiguiendo a trancas y barrancas controlar y encauzar la violencia represiva, en la transición política, ETA mató más y más, porque intentaba desesperadamente que las fuerzas más negras del régimen salieran de sus cloacas, lo derribaran y, a ser posible, llevaran a cabo una represión tipo Pinochet sobre la sociedad. Eso es lo que busca y quiere, y en ello radica su perversión moral: que quiere la muerte y el sufrimiento represivo antes que la libertad. Y por eso no pueden ser tenidos como antifranquistas, ni libertarios, ni soldados de ningún ejército. Ni en 1968 ni en 2000.

Y aunque el Gobierno vasco se empeñe.