Una pena catalana

EL MUNDO 15/03/17
SANTIAGO GONZÁLEZ

Qué blandos con las espigas, qué duros con las espuelas. No eran parientes de Ignacio Sánchez Mejías, sino miembros de TSJ de Cataluña al imponer la pena por el referéndum del 9-N. Y resulta que la sentencia sólo encuentra culpa por desobediencia al Tribunal Constitucional. La desobediencia es el pecado original, lo dice el Génesis, no debían comer del árbol de la Ciencia del Bien y del Mal, lo había prohibido el Señor, pero Adán, inteligente como Mas, y Eva, prudente y delicada como Rigau, se empeñaron en que aquella fruta era precisamente su derecho a decidir.

Así empezó todo, pero la desobediencia no subsumía lo que pasó después, como parece creer el tribunal. Tal vez lo de Caín vino de ahí, pero tenía su propio reproche penal. Uno se lee la sentencia y no entiende que el empeño de los condenados no suponga también delito de prevaricación. ¿Cabe admitir que se incumple la condición «a sabiendas» (art. 404 del Código Penal)? No debe presuponerse que la ignorancia pueda ser un parapeto contra la prevaricación. Ni contra cualquier otro delito (artículo 6.1 del Código Civil).

Hay incompetencias manifiestas que cierto nivel de gobernantes o los jueces no pueden permitirse. Al ex Baltasar Garzón, un suponer, no le habría valido alegar ante el Supremo que en materia de conjunciones anda pez y no supo distinguir la disyuntiva de la copulativa en el artículo 51.2 de la L.O. General Penitenciaria que protege las comunicaciones de los procesados con sus defensas. Fue condenado por prevaricación.

El asunto es aún más chocante cuando la Fiscalía rehusó acusar a los ahora condenados por malversación de fondos públicos, cuando es notorio y evidente que dispusieron de dinero público para emplearlo en un fin ilícito. Así viene a reconocerlo tácitamente la sentencia aunque el tribunal no puede condenarlos por falta de acusación. Incluso los condenados, en su patética rueda de prensa, mostraron una prueba simbólica de la misma: una de las urnas fabricadas por los presos de la cárcel de Lérida, que también hicieron las papeletas. Urnas y papeletas tuvieron un coste que se imputó graciosamente a las arcas públicas. El uso de los centros de enseñanza catalanes tuvo otro coste perfectamente evaluable en términos económicos. Si se incurrió en dichas alegrías para un fin ilícito, ¿no habría en ello un delito de malversación? O dos, si son pequeños.

Hay otro delito que podría llevar aparejada pena de cárcel y que algunos fiscales consideran de aplicación (no, los catalanes, no). Es el 508.1 del Código Penal, que dice así: «La autoridad o funcionario público que se arrogare atribuciones judiciales o impidiere ejecutar una resolución dictada por la autoridad judicial competente, será castigado con las penas de prisión de seis meses a un año, etc.»

Los condenados han anunciado su disposición a recurrir. Como un servidor cree en la Justicia está dispuesto a apostar a que el Supremo hallará prevaricación en la conducta de los tres citados y también en la de Curro Homs. Mas, Ortega, Rigau, criaturas: no corráis, que es peor.