Kepa Aulestia-El Correo

El independentismo esperaba cargarse de energía a cuenta de la sentencia del Supremo. Pero, a pesar y a cuenta de la convulsión generada desde el lunes, a día de hoy tiene menos fuerza y mucha menos cohesión.

El independentismo catalán necesita convertir la energía congregada en contra de la sentencia del Supremo en una fuerza renovada para proseguir el camino hacia la república. Hacer de la ‘represión’ el argumento moral que sume apoyos a la idea de la secesión. Pero esta semana se ha topado con un problema que no esperaba, o esperaba metabolizar fácilmente: una violencia callejera que se reclama independentista, y que amenaza con drenar en las próximas noches buena parte de la energía secesionista. En cuatro días los incendiarios han hecho olvidar aquellos episodios de exceso policial que el 1 de octubre de 2017 permitieron al independentismo soslayar la naturaleza ilegal y, en esa medida, infructuosa de su referéndum. Era conmovedor escuchar ayer de jóvenes portavoces que tomaban la calle «contra el franquismo» y «contra el fascismo». Así es como se apuntaban a una particular desmemoria. Pero aun más grave resulta que sus mayores en el independentismo, quienes ocupan cargos públicos o han sido inhabilitados en sentencia firme, no sean capaces de proceder a una retrospectiva autocrítica que les permita ejercer un mínimo liderazgo. Tratando de desbordar los cauces legales, han acabado viéndose desbordados por una nueva generación de rupturistas, junto a la afluencia de jóvenes que no se sienten concernidos por la suerte penitenciaria de Junqueras ni por la consecución de una ‘república catalana’.

La violencia con ‘estelada’ no solo restó protagonismo a los secesionistas de a pie; también restó manifestantes al independentismo, que sumó medio millón de personas en Barcelona cuando se esperaba un millón. La agenda que manejaban JxC, ERC, ANC y Ómnium se agotó ayer, dando paso al descontrol y al desconcierto en sus respectivas filas. Puigdemont reclamando su cuota de pantalla personándose ante la Justicia belga. Torra sobrellevando su soledad mientras el consejero de Interior, Miquel Buch, hacía las veces de máxima autoridad del Estado en Cataluña en medio de peticiones de dimisión. Colau recibiendo a los estibadores huelguistas del puerto de Barcelona, dado que nadie sabe a quién dirigirse en el desgobierno catalán. Los sindicatos independentistas convocantes plegando velas a eso de las 18.30 horas, como si la noche fuese cosa de los Mossos. Resultaba patético que los dirigentes del independentismo oficial se mostrasen ayer disgustados, mientras se retiraban a sus casas, porque el testimonio de tanta gente se viera empañado por imágenes de violencia. Como si éstas debieran ser censuradas por los medios de comunicación y en ningún caso atajadas por los propios secesionistas. El independentismo esperaba cargarse de energía a cuenta de la sentencia del Supremo. Pero, a pesar y a cuenta de la convulsión generada desde el lunes, a día de hoy tiene menos fuerza y mucha menos cohesión. Está muy lejos de poder articular una alternativa política convincente para la mayoría de los catalanes, y mucho más lejos de ofrecer una interlocución solvente ante las mayorías parlamentarias que puedan surgir del 10-N. Una cita que destacará más la división en el independentismo que la suma de sus votos.