El Correo-Juan José Solozabal

Aunque los comentarios pueden centrarse en las discrepancias entre los escritos de acusación presentados ante la apertura del juicio oral contra los acusados por el ‘procés’ de la Abogacía del Estado y de la Fiscalía, que atribuyen, respectivamente, los delitos de rebelión y sedición, desde un punto de vista constitucional hay otras cuestiones de gran interés. Primero, que con los preliminares de la apertura de juicio oral llega el momento de la reacción del Estado, penal, como no podía ser de otro modo, frente al grave ataque al Estado que se perpetró en los sucesos que en el pasado otoño culminaron con la proclamación unilateral de la independencia de Cataluña. No es imaginable que ningún Estado serio de nuestro entorno, digamos Francia, Italia o Alemania, permaneciese impasible, mirando para otro lado, ante el atentado al orden constitucional como el que tuvo lugar en Cataluña. La reacción, conforme al ordenamiento penal, del Estado español, llevando a los tribunales a los presuntos culpables de los hechos constitutivos de delitos no es una actuación vengativa, punitiva o cruel de un Estado intolerante y represor, sino la lógica respuesta del sistema constitucional ante comportamientos subversivos. Fin por tanto de la banalización o trivialización de los sucesos, para nada ‘de farol’ o ‘fake’, de la revuelta.

Como corresponde a un Estado de Derecho como el español, esto es, decía recientemente ‘The economist’, «un país donde se respetan los derechos humanos, existe la separación de poderes y que ocupa una alta posición en la lista de las democracias avanzadas», serán los tribunales los que con toda independencia e imparcialidad establecerán el tipo delictivo en que habrían incurrido los procesados, a pesar o de acuerdo con los escritos de acusación de la Fiscalía y de la Abogacía del Estado frente a ellos. La opinión pública (incluyendo aquí los comentadores de los medios y académicos) podrá pronunciarse sobre la pertinencia de las acusaciones como después lo harán sobre la resolución del Supremo, pero son los jueces los que disponen de la mejor posición institucional, además de las bases de la instrucción y la experiencia en la aplicación de Derecho, para dictar la sentencia. Hay sin duda materia para discrepar sobre la pertinencia del tipo de la rebelión o la sedición, teniendo en cuenta que los criterios tradicionales de la calificación pueden variar, de modo que una violencia sin armas pueda tener efectos intimidatorios que antes no se conseguían sino por dicho tipo de coacción. El Gobierno ha respetado, como no puede ser de otro modo, la independencia de la Fiscalía y, seguramente, no tenemos razón para sospechar otra cosa, la actuación institucional, es decir orientada por el respeto a la legalidad y la cura de los intereses del Estado, de la Abogacía.

Todos sabemos que la aplicación de la ley en unas circunstancias complicadas como las actuales no es fácil. Las resoluciones judiciales, máxime en el caso de la gravedad del presente, no pueden hacerse sin tener en cuenta los efectos de las mismas, quiere decirse, su acogida por la sociedad. Pero serán juzgadas por la comunidad, sin duda, por su respeto de la justicia y de la observancia rigurosa de los procedimientos y los derechos de los acusados. A estos únicos criterios han de atenerse los órganos jurisdiccionales en nuestro Estado de Derecho.