JORGE DE ESTEBAN-El Mundo

El autor sostiene que visto lo acaecido en Reino Unido y el conflicto catalán es de imperiosa necesidad reformar la inoperante Ley del Referéndum para establecer límites de participación y de mayoría cualificada

EL 10 DE MAYO de 1941, durante la II Guerra Mundial, los aviones de la Luftwaffe alemana bombardeaban Londres y otras ciudades de Gran Bretaña siguiendo las órdenes de Hitler, es decir, lo que se conoció como el Blitz. Ahora bien, ese día concreto el objetivo de los aviones alemanes fue la institución más respetada de Gran Bretaña, esto es, las dos Cámaras que componen el Parlamento británico, la «Madre de todos los Parlamentos», queriendo definir así la más antigua asamblea representativa en la historia del mundo. Lo que, por lo demás, no es correcto, ya que en algunos reinos cristianos de la península ibérica surgieron asambleas estamentales antes que en Inglaterra. Pero, es igual, porque en un país como el inglés, donde la Historia y sus tradiciones pesan tanto, no es de extrañar que al finalizar la II Guerra Mundial en lugar de haber aprovechado para aumentar la capacidad de la Cámara de los Comunes, que se había quedado pequeña a causa del crecimiento demográfico y, por tanto, del aumento de electores y, desde hacía poco también, de electoras, con sus consiguientes representantes de uno y otro sexo, se mantuvo tal cual.

En efecto, aunque hubo opiniones en favor de la reforma, se acabó imponiendo la mentalidad tradicional británica y se reconstruyó tal y como estaba en 1939, lo cual significa que aunque los bancos son corridos y los diputados pueden apretujarse para sentarse el máximo, no hay suficientes puestos para los 650 diputados actuales, como se ha podido comprobar en los recientes debates sobre el Brexit, en los que un gran número tuvo que asistir de pie, como se ha visto en la televisión, con gran sorpresa de los que no conocían esta peculiaridad. Pero si se reprodujo exactamente la Cámara como estaba antes de la guerra fue porque muchos opinaban, incluido Churchill, que los debates parlamentarios deben hacerse en recintos pequeños y no en grandes espacios en donde se pierde la espontaneidad y viveza de los debates. Ciertamente, eso permite, por ejemplo, que el primer ministro y el líder de la oposición puedan debatir cara a cara puesto que les separa unos escasos metros. Pero, además de respetar la tradición, se adujo que a las sesiones ordinarias de la Cámara de los Comunes no acuden cada día más de 300 diputados, por lo que basta con las dimensiones actuales. Ahora bien, cuando hay una sesión importante y acuden todos –o casi todos– los diputados, solo se sientan los que llegan pronto o tienen el asiento asignado. El resto permanece de pie, lo que confiere a la Cámara un aire de acontecimiento extraordinario.

En suma, lo que acabo de describir es para demostrar que todas las decisiones políticas en Gran Bretaña se debaten y votan en el Parlamento, que es la sede de la soberanía nacional. Sin embargo, hay que reconocer que en Gran Bretaña, como en casi todas las democracias modernas, el sistema de participación de los ciudadanos es mixto, puesto que aun siendo lo normal la participación indirecta a través de sus representantes en el Parlamento, se ha admitido también, en algunas ocasiones, la participación directa a través del referéndum. Por supuesto, aunque hay diversas clases de referéndum en España, como en otras democracias constitucionales, el más importante de todos los posibles es el que se refiere a alguna cuestión que pueda afectar decisivamente al interés nacional o a la Constitución, a fin de que el pueblo participe directamente merced a la importancia de la materia. Ahora bien, en lo que respecta a Gran Bretaña, se utiliza menos el referéndum que en otros países debido a la solidez y peso específico de la Cámara de los Comunes. De ahí que cuando Gran Bretaña decidió entrar en la CEE, la negociación duró varios años y hubo de superar la oposición del General De Gaulle, que no se fiaba de la vocación europea de los ingleses. Por fin, quien consiguió la entrada de Gran Bretaña en Europa fue el Gobierno de Edward Heath, siendo la Cámara de los Comunes únicamente quien aprobó el Tratado de Adhesión.

El caso es que no hubo entonces referéndum, porque el Parlamento británico hablaba en nombre de la Nación y se consideró que era suficiente su intervención en una cuestión tan decisiva para el futuro británico. Sin embargo, dos años más tarde, el primer ministro laborista Harold Wilson prometió durante su campaña electoral que todos los británicos podrían decir en las urnas si querían pertenecer o no a la CEE, por lo que decidió someterlo a un referéndum nacional, el primero en Gran Bretaña, aunque ya se habían celebrado otros referéndums regionales o locales, planteando la siguiente pregunta a los ciudadanos dos años después de haber ingresado en el Mercado Común: «¿Piensa usted que el Reino Unido debe permanecer en la CEE?». Sin embargo, no parece que se impusiese ni una tasa mínima de participación, ni una mayoría especial para su aprobación. El resultado fue que hubo un 65 % de participación, con un voto favorable a la permanencia de un 67,5 % de los electores, lo cual confería una clara legitimidad a este primer referéndum nacional en Gran Bretaña. Es más: hasta la líder de la oposición, Margaret Thatcher, una acérrima partidaria de formar parte de la CEE, votó a favor.

Sea como fuere, este primer referéndum nacional animó al laborista Gordon Brown a defender algo absurdo que demostraba su ignorancia del peso de la tradición en el Reino Unido, aunque fuesen buenas sus intenciones, esto es, propuso cambiar el clásico sistema mayoritario uninominal en las elecciones por otro que reconocía una segunda vuelta al estilo francés. Gordon Brown, como se sabe, dimitió como primer ministro y le sucedió el conservador David Cameron en coalición necesaria con el partido liberal de Clegg, el cual impuso que se celebrase un segundo referéndum nacional sobre la reforma electoral que se acabó celebrando el 5 de mayo de 2012. Los resultados fueron catastróficos, pues hubo una participación de 42,2% del censo, con un 67,7 en contra de la reforma y un 32,1 que votaron a favor. Tal resultado debería haber abierto los ojos a David Cameron frente a dos cosas: la primera que, como señala el político canadiense Stephane Dion, «es preferible no celebrar un referéndum sobre la secesión a menos que sea para confirmar oficialmente la existencia de un consenso observable para este cambio político radical». Y, la segunda, que la mejor manera de garantizar que existe un consenso para que una región se separe del país o para salirse de la Unión Europa, conceptos similares a pesar de todo, consiste en regular previamente por medio de una ley que en este tipo de referéndums, para que sean válidos, es necesario establecer, en primer lugar, como mínimo de participación un 60% de electores y, en segundo, una mayoría favorable a la pregunta de un 70% o 75% de votantes.

Pero Cameron irresponsablemente convocó un referéndum el 23 de junio de 2016 sobre la permanencia del Reino Unido en la Unión Europea, cuando los antieuropeos venían atizando una confusión mental entre los ciudadanos sobre la «conveniente» separación de la Unión Europea. De esta forma, no se le ocurrió al primer ministro introducir las dos cláusulas señaladas y celebró el referéndum como si la pregunta fuese algo parecido a comprobar si los británicos preferían el fútbol o el críquet, puesto que daba igual cuántos participasen y simplemente ganarían los que tuvieran un mayor número de votos aunque fuese uno. El resultado de una cuestión tan trascendental para el futuro del Reino Unido fue diabólico: una participación de 72% de votantes, lo cual era suficiente, pero al no haberse una señalado mayoría cualificada, ganó quien tuvo un puñado de votos más, es decir, los partidarios del «no» obtuvieron un 51,9% y los de quedarse en la Unión Europea un 48,1%. La debacle en el Reino Unido estaba servida y a la vista está el laberinto en que se encuentra el Gobierno de la señora May, que no sabe por dónde salir.

Todo lo que he expuesto, como es obvio, tiene una clara finalidad. Si el presidente Pedro Sánchez cayese en la tentación de pactar un referéndum de autodeterminación con los separatistas catalanes, que sería claramente inconstitucional, pero que no se puede excluir dada su afición a las chapuzas, debería tener en cuenta lo que ha ocurrido en Gran Bretaña con el famoso referéndum que les ha llevado al caos, por no haber señalado mediante ley los dos límites necesarios en una cuestión de tanta importancia nacional. Por consiguiente, lo único que ha conseguido es fraccionar la sociedad británica en dos. En cualquier caso, sería conveniente que nuestra actual e inoperante Ley del Referéndum, que no tiene en cuenta las dos condiciones que he señalado cuando se trata de cuestiones que afectan a la Nación, fuese reformada. Sin embargo, es algo que sí tiene en cuenta la Constitución en su superrígido artículo 168 sobre la reforma constitucional, al exigir para modificar ciertos artículos una mayoría cualificada de dos tercios de la dos Cámaras y en dos veces. Paradójicamente, algo parecido, pero más complicado, es también lo que regula el Estatuto catalán para reformar algunos de sus artículos. Quiere decirse, en cambio, que en un eventual referéndum, como piden los grandes juristas, Puigdemont, Torra y Torrent, haya un voto más a favor de la independencia para destruir España. Circunstancia que no sería imposible teniendo en cuenta que los electores de una u otra tendencia están prácticamente empatados. Pero da lo mismo: los separatistas catalanes siguen empeñados en una quimera, aunque deberían asimilar lo que ha dicho recientemente el ex premier británico Gorden Brown: «La independencia en un mundo globalizado es imposible, la idea de que puedes romper con todo es completamente artificial». Sea lo que sea, el próximo día 12 comienza el proceso del proceso ante la expectación de los españoles.