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HACE un año, el fichaje de Manuel Valls por parte de Albert Rivera para la política española fue recibido con una mezcla de satisfacción y cautela. Satisfacción porque un ex primer ministro de Francia, nacido en Barcelona y posicionado inequívocamente en contra del populismo y el nacionalismo, se antojaba un gran refuerzo para el constitucionalismo. Cautela porque toda la carrera política del candidato a la alcaldía de Barcelona se había desarrollado fuera del contexto político español, tan diferente del francés. La jugada no dejaba de entrañar riesgo, porque Ciudadanos, primer partido de Cataluña, subrogaba su voz propia en el consistorio de la capital a un político ajeno a la cultura política nacional.

A medida que Cs iba dejando clara su intención de disputar el espacio liberal al PP y confrontar con esa versión inescrupulosa del socialismo que es el sanchismo, las libérrimas opiniones de Valls empezaron a discrepar de la línea oficial. La gota que colmó el vaso de la paciencia de Rivera fue el anuncio del voto a favor de Ada Colau después de un decepcionante resultado electoral. El argumento era impecable: Colau, soberanista y populista, parecía el mal menor comparado con la alternativa de entregar Barcelona a ERC. Cs no lo vio así: consideraba a Colau tan mala como Ernest Maragall y sospechaba que hacerla alcaldesa no sería entendido por sus bases. Valls pronunció un discurso modélico en la toma de posesión, desmontó la consideración de preso político de Joaquim Forn y se negó a darle la mano al supremacista Torra. Pero ayer mismo Colau pactaba con ERC y los de Puigdemont el retorno del enorme lazo amarillo al balcón del Ayuntamiento de Barcelona; toda una declaración de intenciones de una alcaldesa ingrata y poseída por una culpa imaginaria que ansía compensar acentuando su soberanismo: la culpa de haber sido elegida con votos de Valls. Si alguien pensaba que ese apoyo serviría para controlar las inclinaciones de la regidora –o que el PSC dejaría de ser el PSC–, el día de ayer delató su voluntarismo. Por no hablar de lo que puede hacer Colau tras la sentencia del juicio del 1-O.

La ruptura entre Valls y Cs era previsible, y tiene un coste para los de Rivera. Pero a buen seguro un coste menor que aguantar durante toda una legislatura los devaneos separatistas de Colau con el aval fundacional de los votos de Cs. Más allá de los rumores que apuntan al proyecto personal en el que ya estaría trabajando Valls para refundar un espacio catalanista de izquierdas no separatista, no cabe negarle buena intención y altura de miras. Otra cosa es que el idealismo a veces rompa en ingenuidad. En la izquierda catalana un jacobino como Valls –o como Borrell– es una absoluta excepción; la norma es el filonacionalismo, la deslealtad al Estado o la mera cobardía. Y si sigue en política en España, el propio ex primer ministro tendrá muchas más ocasiones para comprobarlo.