GIOVANNI SARTORI-EL MUNDO

Este artículo inédito, publicado recientemente en el ‘Corriere della Sera’ es un extracto de la conferencia ‘Victory and Crisis’ ofrecida por Giovanni Sartori en 1994 con ocasión del Nobel Symposium on Democracy.

VICTORIA Y CRISIS de la democracia son las dos caras de la misma moneda, porque el éxito democrático deja a nuestras democracias sin el vínculo o la cohesión que se deriva de la existencia de una amenaza externa. Entendámonos: las democracias siempre se han encontrado en situaciones críticas. ¿Qué hay de peculiar en la crisis que ha llegado después de la victoria de la democracia sobre el comunismo? Mi respuesta viene de lejos: la causa principal de nuestros problemas actuales es el pensamiento débil. Y tras el pensamiento débil se encuentra a menudo un pensamiento crítico, que a fin de cuentas tiene poco de crítico.

La crítica no puede ser nunca pura negatividad. La verdadera actitud crítica debe permanecer siempre abierta a la autocrítica. A saber, abierta a criticarse, en primer lugar, a sí misma. Más aún, el pensamiento crítico se debe enfrentar siempre a dos interrogantes. El primero: ¿cuál es mi objetivo? El segundo: ¿tengo alguna otra cosa que proponer? Se trata de preguntas que pocos plantean y a las cuales nadie ofrece una respuesta. Así termina por prevalecer una refutación vacía: lo que me divierte llamar contrismo. Se trata de la pendiente a la Derrida por la que se desliza nuestra cultura, empeñada en deconstruir todo y en no construir nada. Lo que puede llegar a ser divertido, incluso, pero que nos deja exactamente en el mismo punto de partida.

Sin embargo, y por venir a la actualidad, es la fuerza de la tecnología, la era del vídeo-poder, lo que más me asusta. Cuando el fin de la cultura de la Ilustración se alía con el fin del hombre de Gutenberg, la democracia se pone verdaderamente en peligro. Sobre todo porque se expone a niveles de competencia política insosteniblemente bajos.

Se trata de un punto en el que deben evitarse los malentendidos. Una democracia sin enemigos se convierte en una forma política sin alternativas legítimas, sin rivales en el plano de la legitimidad. Y quien no tiene enemigos puede terminar por convertirse en el peor enemigo de sí mismo. En la historia de la humanidad nunca se había dado un momento igual en el que personas se encuentran viviendo en sociedad sin un gran enemigo al que temer y al que combatir. Vivir sin enemigos externos se parece a vivir flotando en estado de ingravidez. Sin embargo, ¿las presiones que nos mantienen unidos resistirán a las fuerzas que nos inducen a separarnos? Mi impresión es que mientras cada vez resulta más difícil resistirse al poder de atracción de la democracia, al mismo tiempo resulta más difícil sostener una democracia exitosa.

El principio de legitimidad que inspira todas las sociedades modernas señala que los cargos políticos deben ser desempeñados por políticos electos y responsables frente a los electores. Bajo este principio la democracia se ha convertido en the only game in town. Y haría falta una cantidad industrial de mal gobierno y estupidez para devolver a la escena a un gobierno, del tipo que sea, autocrático. Por tanto, el punto no es tanto el hundimiento de la democracia como tal, como su capacidad para crear condiciones de buen gobierno.

Por desgracia no veo perspectivas particularmente halagüeñas. Ni siquiera en lo tocante al proceso de democratización, es decir, a la posibilidad misma de alcanzar mejores o más elevados estándares de democracia. En el plano de la retórica nos desenvolvemos a lo grande, pero en el plano de los hechos la sondeocracia y la videocracia están generando una democracia sin demos. Sin un pueblo digno de su nombre. Y así llegamos al problema de la demo-inflation. A saber, de la inflación o de la protuberancia del pueblo. La teoría de la democracia se ha encontrado siempre con dificultades cuando se ha enfrentado este tema. ¿Cuál es el verdadero pueblo? Normalmente se responde que si hoy el demos tiene carencias mañana mejorará –en preferencias y competencias– con el crecimiento de la democracia, porque es el kratos del pueblo el que crea (cualitativamente) al pueblo. Como diría Benjamin Barber es la «democracia fuerte» la que alimenta y nutre un «demos fuerte».

SIN EMBARGO, ¿es realmente así? Lo que es cierto es que nuestras democracias se están dirigiendo hacia una presencia cada vez mayor de directismo. Vale decir con ello hacia un escenario donde los procedimientos directos van desplazando y reemplazando progresivamente a la democracia representativa (indirecta). Pero la democracia directa en cuestión es, en realidad, una democracia demoscópica y, por tanto, una democracia monitorizada por los encuestadores.

La democracia participativa requiere que un número creciente de personas tome parte activamente en la política y que la participación constituya, por sí misma, un proceso educativo: participando se aprende. De este modo se vendría a formar ese «demos fuerte» que mencionábamos antes. Pero en la variante de la democracia demoscópica el pueblo se reduce a una muestra representativa de ciudadanos, a un millar de individuos que responden con monosílabos a un puñado de preguntas. Resulta evidente que en la sondeocracia no se produce participación, ni nadie desarrolla un interés genuino por la política. Y así no hacemos sino alimentar, de facto, un demos débil animado a no saber y no hacer.

Además de las encuestas que sondean nuestras opiniones tenemos, también, una montaña de datos que confirman que las personas no saben, y no entienden, las cuestiones políticas sobre las que se les pide que manifiesten su opinión. Por tanto, sabemos bien, sin sombra de duda, que el estado de la opinión pública es pobre. Y que se está deteriorando progresivamente a la par que empeora la calidad de los medios de comunicación y la enseñanza en las escuelas. La consecuencia de todo ello es que estamos construyendo peligrosamente un sistema político basado en el pueblo a través de una expansión inducida del demos que, al final, nos deja ante un pueblo de cartón, un público de ficción, que en realidad no existe.

Giovanni Sartori (1924-2017) fue Premio Príncipe de Asturias de las Ciencias Sociales 2005.

Adaptación del texto: Marco Valbruzzi.

Traducción: Jorge del Palacio.