Editorial-El Correo

  • La UE gira hacia políticas más restrictivas, como el control de fronteras en Alemania, que empiezan a asumir partidos moderados

El control de todas las fronteras terrestres que ha comenzado a aplicar Alemania retrata un giro en la política migratoria de la UE en la que parece imponerse una línea más dura cuando el trabajoso pacto sobre la materia alcanzado por los Veintisiete está por desarrollar. La controvertida decisión del Gobierno del socialdemócrata Olaf Scholz responde a la aguda debilidad de los tres partidos que lo forman -los verdes y los liberales, además del SPD- a un año de las elecciones federales y al auge de la extrema derecha, confirmado en Turingia y Sajonia hace dos semanas y ayer en Brandeburgo. Ese movimiento ha encendido las alarmas en los países vecinos, que temen un desvío hacia ellos del flujo de extranjeros en situación irregular. Mientras, Países Bajos y Hungría pretenden desvincularse de la regulación comunitaria de asilo.

No es baladí que la mayor potencia de la Unión ponga obstáculos a un principio básico de la integración europea como el libre movimiento de ciudadanos. Aunque lo haga acogiéndose a una previsión del Acuerdo de Schengen que permite limitarlo en caso de amenaza para la seguridad interna, un concepto que se presta a múltiples interpretaciones. Este precedente -máxime por quién lo protagoniza- tiene una enorme relevancia y abre la puerta a que tal excepción se convierta en moneda de uso común. Evidencia, además, el paulatino avance de los postulados restrictivos en este ámbito, cuya versión más radical defienden formaciones ultras, pero que ganan terreno no solo donde ellas gobiernan, sino que están haciendo virar a fuerzas moderadas. Habla por sí solo el alborozo con el que Marine Le Pen o el húngaro Viktor Orbán han acogido el giro de Scholz. Como resultan llamativas las alabanzas del primer ministro británico, el laborista Keir Starmer, y de Alberto Núñez Feijóo a las drásticas políticas de la italiana Giorgia Meloni, permitidas por la UE.

Gestionar la migración regular y la irregular es uno de los principales desafíos de la Unión, que ha de conjugar sus valores fundacionales con sus necesidades económicas y de seguridad y su capacidad de acogida. Un delicado equilibrio en el que es preciso huir tanto de las recetas populistas como de un estéril buenismo. El hecho de que la migración constituya ahora el principal problema para los españoles, según el CIS, refleja una inquietud social que obliga a abordarla con realismo y a una labor pedagógica que desmonte los discursos xenófobos.