CÉSAR ANTONIO MOLINA-El Mundo

El autor rememora el Congreso Internacional de Poesía de 1953 en el que se juntaron fraternalmente las lenguas catalana y española, y reflexiona sobre la situación actual.

HACE AHORA 65 años se celebraba en Salamanca, el segundo Congreso Internacional de Poesía. El primero había tenido lugar en 1952 en Segovia, mientras que el tercero, y último hasta este mismo año, se llevaría a cabo en Santiago de Compostela en 1954. Dos años después, también en Salamanca, se desarrollarían las Conversaciones sobre Cine. Todas estas actividades culturales, de tanta trascendencia, transcurrieron durante unos años en los cuales el régimen franquista tenuemente abrió la mano, no por convicciones liberales, sino por el arrojo de una serie de profesores e intelectuales que se arriesgaron a poner en práctica un nuevo espíritu de concordia tras la larga y oscura posguerra y el primer regreso de exiliados.

Y qué mejor espíritu conciliatorio que atraer a poetas de todas las lenguas españolas y poner de testigos a otros hispanoamericanos, portugueses, franceses, italianos o de habla inglesa. Especialmente, el segundo Congreso de Poesía de Salamanca incidió en abrir una vía de diálogo, conocimiento y admiración mutua entre la lengua española y la catalana. No en vano el número de poetas catalanes asistentes, así como su importancia y simbolismo fue muy significativa: Carles Riba, Foix, Perucho, Clementina Arderíu, Tomás Garcés, Permanyer, Teixidor o Rafael Santos Torreoella, casado con una inolvidable salmantina, Mayte Bermejo. Siempre la herida de Cataluña. Ya antes de la Guerra Civil, durante la República, se habían llevado a cabo este tipo de reuniones y de acercamientos, algunos de los cuales fueron suscitados por Ernesto Giménez Caballero y su excelente publicación La Gaceta Literaria, o la propia Revista de Occidente de Ortega.

Aquellos esforzados intelectuales, dentro del propio Régimen, eran, entre otros, el ministro de Educación Ruiz-Giménez, el rector de la Universidad de Madrid, Laín Entralgo, el de la de Salamanca, Antonio Tovar, o el director general de Enseñanza Universitaria, Pérez Villanueva. También estaban con ellos Dionisio Ridruejo, Vivanco y Rosales. El propio Ridruejo, en el colofón, en su discurso de cierre del congreso, habló de «la tragedia de España, que quiere ser una y universal, diversa y conviviente, compendiadora de todas sus múltiples diversidades culturales, geográficas y políticas».

¡La tragedia de España! Si todos ellos vieran lo que ha hecho la democracia española en estos 40 años estarían más que satisfechos y, probablemente, sorprendidos. España cambió radicalmente en todo y, sin embargo, ese espíritu de conciliación y convivencia entre quienes habían ganado y perdido, todos ellos españoles dispuestos a colaborar para que la confrontación no volviera a producirse nunca más, parece ahora haberse detenido, roto, involucionado. En medio de las libertades recobradas como jamás las hubo, en medio de las lenguas y culturas respetadas (yo lo afirmo porque vengo de una de ellas) y reconocidas constitucionalmente, en medio de una economía que se cuenta entre las mejores de Europa y el mundo (¡quién nos lo iba a decir!), en medio del prestigio internacional de nuestros escritores, artistas, científicos o deportistas, vuelven a surgir los antiguos fantasmas.

Por eso, el nuevo Congreso Internacional de Poesía ha adquirido un valor simbólico excepcional en un momento también excepcional: volver a reflexionar sobre nosotros mismos y ayudar a la pacificación de nuestras pasiones políticas mediante la convivencia cultural y lingüística. Aquel espíritu de 1953 hoy está si cabe más vivo, aunque, curiosamente, las dificultades actuales sean diferentes pero de semejante complejidad. Sí, vivimos en un país contradictorio, inconformista, amnésico, peligrosamente amnésico y mal educado o maleducado. Y la poesía vuelve a ser no la cura sino un bálsamo, un camino de acercamiento y de concordia familiar.

Los sucesos universitarios del año 1956 barrerían aquel espíritu abierto llevándose por delante a sus protagonistas que hoy homenajeamos recordándolos como precursores. Las mismas acusaciones que los regímenes absolutistas vertieron sobre la Ilustración y aquellos otros años de gloria, los finales del siglo XVIII, serían de nuevo recriminados por el franquismo. Si la Ilustración y la liberalidad, según la reacción, habían traído la Revolución francesa, igualmente el régimen franquista se veía en peligro y acusaba a aquellos intelectuales excesivamente tolerantes por las manifestaciones juveniles en su contra.

Hoy, también, nos cabe recordar al presidente del II Congreso, Azorín, y a los vicepresidentes: Tovar, Ungaretti (uno de los más grandes poetas, no solo italiano, del siglo XX, recordado por Ángel Crespo), Dulce María Loynaz (la futura Premio Cervantes, cubana), Eduardo Carranza, Gerardo Diego, Carles Riba y Santos Torroella. Y entre los participantes, física o espiritualmente, a través de su presencia en la Antología que se publicó posteriormente: Bonald, Carmen Conde, Leopoldo de Luis, Morales, Otero, Panero, Valente, Valverde o Vivanco, entre otros muchos. Entre los extranjeros, además de Ungaretti, estaban Aubert, Campbell, Figueiredo, David Ley, Ponge, así como los hispanoamericanos: Urtecho, Mejía Sánchez o Fernández Spencer.

Si, 65 años después, volvemos a Fray Luis, volvemos a Unamuno, volvemos a Salamanca. Ellos nos dieron rienda suelta para que viéramos mundo y comprobáramos que lo que allí fuera buscábamos lo habíamos dejado aquí. Fray Luis, un compañero fiel en cualquier tiempo y condición. Su moral estoico-epicúrea, un paso más allá de la moral cristiana tradicional. Fray Luis, un secularizador de la ética. Fray Luis, un desesperanzado de la esperanza. La esperanza, un vicio estoico. Pero Fray Luis la convirtió en virtud como Santo Tomás. Fray Luis, perseguido y olvidado, recuperado por la Ilustración. Fray Luis, crítico de la sociedad de su tiempo, contra la Inquisición y la falta de libertad. Fray Luis y el ensueño humanista de la tolerancia, el buen hacer, el saber, el conocimiento, la valoración por los méritos y no por el linaje, el horror de las guerras y las desigualdades provocadas por el lucro de unos cuantos.

Fray Luis, desconfiado ante el poder de la ciencia, ¿qué diría hoy de las nuevas tecnologías, del mundo de Internet? Fray Luis, visto desde hoy mismo, un pre-demócrata, un pacifista, un ecologista, un antirracista. Y la culpa de tantos males: la intransigencia, el sectarismo, el fanatismo. Fray Luis de Granada como Fray Luis de León, erasmistas a su manera.

La interesada confusión entre erasmismo y luteranismo llevó a los primeros a la persecución. En el año 1558 se prohibieron toda clase de libros, excepto los litúrgicos, y así la universidad fue vigilada y entró en decadencia. Fray Luis y Gaspar de Grajal (también de ascendencia judía) y Martín Martínez (es de justicia también lanzar al aire sus nombres) todos fueron presos por la falta de libertad. Gaspar de Grajal falleció en prisión y Fray Luis y Martín Martínez fueron, tiempo después, liberados. Y una vez hecho el mal, ¿quién repone el honor? España siempre en conflicto con su inteligencia e incluso con sus santos: contra Santa Teresa, contra San Juan. Y luego contra Molinos. La lista sería inmensa. Todos estos sucesos han sido el símbolo de la desgraciadamente tradicional intransigencia española. Fray Luis, un gran poeta, un poeta de la gran poesía culta española, también permanentemente perseguida, poesía clásica latina en la gran tradición de Horacio o Virgilio. Una poesía de la existencia, una poesía filosófica y de pensamiento, una poesía metafísica que pone en entredicho a la ciencia porque ella sola no puede ni podrá nunca llegar a explicar todas las dudas de la vida.

VOLVER A Fray Luis, alumno de Francisco de Vitoria, y a su lucha por un mundo mejor. Volver a Unamuno. María Zambrano, citando a Antonio Machado, calificaba a Unamuno como «antisenequista», es decir, antiestoico, porque nunca habló de resignarse ante la muerte, jamás la aceptó y, por el contrario, la quiso vencer. Volvemos a Fray Luis, volvemos a Unamuno, volvemos a Salamanca. ¿Valió la pena nuestro viaje por el mundo? Creo que sí. Valió para volver. Ahora ya somos contemporáneos de todos los estilos y de todos los géneros, ahora ya somos contemporáneos de nosotros mismos, ahora ya somos contemporáneos de Fray Luis, de Unamuno, de todas las salamancas. El lenguaje poético es aquel que es capaz de generar mundo. Un verso, un poema, crea un mundo. ¿En el futuro alguien podrá destruir todo esto? ¿Vaciarán nuestras conciencias para, supuestamente, hacernos inmortales? ¿Derrotarán a la muerte y el amor será una vieja reliquia? ¿Llenarán estas estancias de robots más sabios que los actuales alumnos y profesores? ¿Esculpirán sobre el pórtico de la catedral, junto al astronauta al robot? ¿Ya no habrá comercios abiertos en las calles de Salamanca y solo volarán los drones? ¿Habremos sucumbido a la ciencia, o mejor a la tecnología, desmintiendo así los juicios de nuestro fraile agustino que no creía que solamente una investigación científica pudiera responder a los interrogantes más profundos de la naturaleza humana, pues esos saberes solo se podrían alcanzar cuando el alma vuelva al origen? Al abolirse la muerte, y la posibilidad de la resurrección: ni Dios ni alma tendrán sentido ya. Y la esperanza, ¿aún quedará y de qué? Fray Luis, a través de Cátulo, nos ofrece una última: siempre habrá, a pesar de todo «amor y besos sin cuento».