J. M. RUIZ SOROA – EL CORREO

· Pretender que el referéndum catalán es democrático porque sí, porque votar lo es siempre, es una afirmación falsa que desconoce lo que es la democracia actual

El debate en torno al proyectado referéndum catalán ha aportado al repertorio político patrio, entre otras cosas, algunas afirmaciones rutilantes, de esas que parecen revestidas de una corrección obvia y evidente por sí mismas y que además son bonitas: «poner las urnas no puede ser ilegal», «votar no puede ser contrario a la democracia», «una ley que impide votar al pueblo es ilegítima por definición». En el fondo, no son sino una versión fuerte de aquel, ahora suena tímido, «¿qué hay de malo en ello?» que popularizó Ibarretxe con ocasión de su consulta. De una manera más elaborada y técnica es la versión que argumenta Pedro Ibarra en estas páginas (‘Ajustes democráticos’, el día 2): en concreto, que un proceso de decisión por votación que cumpla con todas las reglas de inclusividad y libertad que se exigen normalmente para una elección es por sí mismo democrático, porque la democracia es puramente procesual, sin incluir valoración alguna o control sobre los contenidos materiales del proceso o sobre la legalidad substantiva de su convocatoria. Votar, si se vota respetando la limpieza del proceso, es democrático se vote sobre lo que se vote y en el ámbito que sea.

Tal afirmación podría ser correcta si reducimos la cuestión al sentido literal del término ‘democracia’ y a lo que fue la democracia en Atenas. Pero ciertamente no lo es si nos atenemos a su significado político moderno y contemporáneo. Que es lo que importa. Como decía Sartori, entre la democracia griega y la moderna existe homonimia pero no homología: las llamamos igual pero son cosas distintas. Si hablamos de los regímenes políticos existentes en nuestro entorno que llamamos ‘democracias’, y que se definen a sí mismos como «democracias constitucionales» evolucionadas de las ‘liberales’, no puede afirmarse que votar sea siempre democrático. Y para explicarlo, nada más sencillo que un ejemplo.

Supongamos que la mayoría gobernante de un municipio (pueden poner si lo prefieren una región, nacionalidad, estado, da lo mismo) decide convocar un referéndum abierto absolutamente a todos los vecinos, con votación igual, secreta, libre y reposada, para decidir si en el futuro van a quedar excluidos del vecindario las personas que sean comunistas; o las falangistas; o las heterosexuales. Si cumple con todas las reglas de libertad, igualdad e inclusividad, ¿sería democrático este referéndum y debería por tanto permitirse su celebración? Estoy seguro que todos los lectores responden intuitivamente que no. Y tienen razón, porque ese proceso violaría derechos fundamentales. Pero esa intuición choca, como es patente, con la afirmación previa de que toda decisión popular adoptada en un proceso libre e igual es por definición democrática. Estamos ante una aparente contradicción en los términos: un proceso ‘democrático’ que no es admisible en ‘democracia’. No es legítimo poner urnas para votar sobre esta cuestión.

La contradicción desaparece cuando nos damos cuenta de que las democracias de hoy en día, las democracias reales, no las terminológicas, definen ya de entrada en su propia constitución original un amplísimo campo o esfera de lo que ha sido denominado con acierto ‘lo indecidible’ o ‘el coto vedado’. Los derechos fundamentales de los seres humanos, por ejemplo, no están a la disposición de la voluntad mayoritaria, sino que se imponen a ésta de antemano. Los principios esenciales que inspiran la acción de los poderes públicos (el respeto a la dignidad humana y el fomento de las condiciones para la mayor posibilidad de su desarrollo) tampoco están sometidos a las mayorías: pueden ser modulados e interpretados, pero no desconocidos de raíz. Ni por el pueblo mismo ni por la mayoría parlamentaria.

Cierto, la delimitación de las fronteras de un país no forma parte del núcleo de lo indecidible. ¿Cabe entonces decidirlo por mayoría simple en referéndum de una comunidad? Pues no, porque lo que sí forma parte del ámbito que se impone necesariamente a la voluntad de la mayoría son las reglas que establecen las competencias de cada institución y la forma de modificarlas: las reglas del juego. Ejemplo: no podría ponerse a votación referendataria en un municipio la supresión del impuesto sobre el patrimonio para sus habitantes y si se hiciera el resultado sería inválido e ineficaz por respecto a las leyes tributarias. Ni es competencia municipal ni los impuestos pueden modificarse por iniciativa popular. Pues bien, modificar el ámbito territorial de España exige una reforma constitucional compleja (con voto referendatario de todo el pueblo español) y una reforma del Estatuto catalán (con voto de dos tercios del Parlament y subsiguiente popular catalán). Esas son las reglas del juego, el único democrático hoy por hoy. Pueden cambiarse, claro está, pero no desconocerse.

En resumen, que en la democracia actual casi todo lo verdaderamente importante está ya decidido de antemano y, por ello, sustraído a la decisión de la mayoría, popular o parlamentaria que sea. Que esta realidad no guste a los espíritus inquietos es una cosa, incluso lógica. Pero otra muy distinta es proclamar que aquí y ahora, en un país europeo estándar, cualquier decisión popular adoptada en un proceso de votación inclusivo, libre e igual es democrática. Tal cosa no es cierta salvo que aceptemos subvertir el sentido de lo que es la democracia y llegar al absurdo de defender que sería perfectamente democrático, si se hace por votación libre e igual, suprimir la democracia misma y establecer una dictadura.

Por eso, pretender que el referéndum catalán es democrático porque sí, porque votar lo es siempre, es una afirmación falsa que desconoce lo que es la democracia actual. Aunque eso sí, es un eslogan que queda bien. La sempiterna tentación por las ideas bonitas, sencillas y directas que, desgraciadamente, son siempre incorrectas.