WATERLOO

  • IGNACIO CAMACHO-ABC
  • Puigdemont se cree en Waterloo pero ya está en su Santa Elena, el limbo en que los suyos lo van a quitar de en medio

SI algún día se organiza una colecta para pagarle a Puigdemont la fianza o algún gasto de su vida errante –menos la factura de los abogados, porque algunos han defendido a etarras–, un servidor depositará en ella un óbolo: simbólico, eso sí, como la declaración de independencia o como esa presidencia honorífica que le ofrece desde la cárcel Oriol Junqueras. Se lo debemos los columnistas en agradecimiento a los jornales que nos ha dado a ganar los días del pánico al folio en blanco, esas malditas horas baldías en que el cierre apremia sin que el cerebro detecte nada parecido a una idea. Qué hubiese sido de nosotros sin la escapada hacia ninguna parte de este hombre que está acabando devorado por su propia peripecia aventurera, consumido en la melancolía del fracaso, encerrado en la parodia de una estrambótica epopeya.

En esa desorientada saga-fuga, que le ha llevado a perder el sentido de la realidad y del discernimiento, le faltaba creerse Napoleón, y ya lo ha hecho. Está a cinco minutos de pasearse con un gorrito de piantao, como dicen los porteños, dando trancos con una mano a la espalda y otra en el pecho. La ocurrencia de alquilar una casa en Waterloo, probablemente destinada a sede de una fantasmal república en el destierro, revela hasta qué punto el prófugo ha extraviado la conciencia de la situación para enredarse en el laberinto de un pensamiento ilusorio, de un trastornado devaneo. Después de sus mensajes de perdedor, el numerito del clown triste a lo Charlie Rivel, sólo faltaba este lapsus de megalomanía para confirmar la sospecha de un serio complejo. El que barruntaba ayer Gistau, citando a Víctor Hugo: ese estado de levitación mental en que una persona trata de encajar el mundo en el molde irreal, ajeno, grandilocuente o quimérico que ha fraguado en su cerebro.

Produce incluso un poco de pena esa suerte de encantamiento. Porque mientras la caricatura de lo que queda de Puigdemont pasea su nostalgia por Flandes, basculando entre imaginarios retornos victoriosos y descalabros inducidos por la traición de los cernudianos caínes sempiternos, en la Cataluña a la que quizá ya nunca pueda regresar le están enajenando el control del «proceso». Todavía está por ver que en sus ratos de lucidez se haya dado cuenta de que ya estorba los planes de quienes aún se dicen sus compañeros. De que hay en marcha una conspiración para apartarlo de una vez y solucionar el bloqueo, conservándole muy solemnemente la legitimidad simbólica –todo son símbolos en el nacionalismo, que es más una creencia que una ideología– envuelta en el celofán de un aparente respeto. Y llegará un momento, no demasiado lejano, en que tanto simbolismo se convertirá en la expresión retórica de un verdadero apartamiento. Entonces acaso comprenda que ni siquiera está en Waterloo sino en Santa Elena, y de que lo habrán quitado, nada simbólicamente, de en medio.