Nicolás Redondo Terreros- El Mundo

El autor sostiene que unas egoístas élites catalanas han servido en bandeja a los antisistema la posibilidad de tumbar el sistema del 78 con la confianza de que a última hora Madrid acudirá a resolver sus problemas.

 

SIEMPRE NOS referimos al populacho, a las turbas, a la gente cuando hablamos del enloquecido levantamiento de los independentistas catalanes, pero hacemos poco hincapié en las minorías dominantes en Cataluña. Sin embargo, éstas han tenido un protagonismo incalificable durante todo el siglo XX que prolongan durante estos primeros años del siglo XXI. Sin la capacidad de liderazgo que se espera de las minorías, presos de un desdén por el resto de España basado en unas condiciones privilegiadas que «Madrid» siempre permitió e impulsó, han jugado a aprendices de brujo. Lo hicieron a principios del siglo XX, lo hicieron con la dictadura de Primo de Rivera y lo volvieron a hacer al principio, en la mitad y al final de la Segunda República. Y siempre ha terminado de la misma forma: pidiendo a «Madrid» que les resolviera el problema creado por un complejo de superioridad que no ha tenido ni tiene ninguna justificación. Ahora pedirán que España condescienda, que pacte, que haga lo que puede y debe hacer pero también lo que nunca debería para solucionar el problema que ellos han ayudado a crear. Las minorías catalanas han visto ahora en el debilitamiento institucional de España y en las dramáticas consecuencias sociales de la crisis económica, la oportunidad de plantear un escenario más ventajoso para su economía, la catalana, presa de su propia endogamia administrativa. Sacaron al tigre de la jaula o, por lo menos, lo permitieron con su sonrisa cómplice y calculadora, con su silencio egoísta –cuántos pensaron como siempre, ¡de esta algo sacamos!–.

Ahora querrán que lo devolvamos y además trasladarnos una sensación de culpa que sólo los ignorantes pueden tener. Tal vez ni siquiera nos lo pidan, cegados por la incandescencia de la masa en movimiento, despreciando sus propios intereses y lo que es más grave renunciando a cualquier tono moral que les permita interpretar correctamente un futuro próximo en el que ellos pagarán con su dignidad la cobardía de hoy.

Las invidentes, egoístas e incapacitadas minorías catalanas han vuelto a poner en jaque a la democracia española. Lo han hecho dejando la iniciativa a la calle y a una izquierda antisistema encantada de hacerse cargo del solar de estos trasnochados, pueblerinos y nostálgicos sin causa. Sí, aprovechando la cesión irresponsable de la élite catalana, los antisistema, los impugnadores profesionales de todo, los que ven la Transición como una ofensa, han visto la gran oportunidad de tumbar el sistema del 78. No se trata, para muchos de ellos, de la independencia, se trata de conseguir volver a empezar deshaciendo todo lo que hemos venido haciendo desde hace cuarenta años. Pablo Iglesias Jr. dijo que los responsables institucionales de la Generalitat retenidos para declarar eran presos políticos, que la ¿represión? del Gobierno era franquista, pero hace unos años para el mismo Pablo Iglesias los presos de ETA eran presos políticos y su encarcelamiento era el resultado de la acción de un gobierno no democrático; por eso formaba parte de la malla social que tenían los presos y sus abogados. Iglesias utilizó a ETA contra el sistema y una vez derrotada ha visto otra oportunidad en el órdago independentista.

Decimos, sorprendiéndonos, que parte de la izquierda social en Europa ha votado a la extrema derecha. Aquí no ha pasado esto, pero que se han unido todas las ideologías extremas con sus respectivas siglas lo estamos viendo en Cataluña. No lo reconocerán, pero la unión de Podemos, nacionalistas y antisistemas ha sido bendecida con entusiasmo por la extrema derecha británica, los impulsores del Brexit, por Nigel Farage.

¿Y CÓMO estamos respondiendo nosotros? Los países que han configurado la historia de Occidente han tenido grandes enemigos que les han combatido en el campo de batalla y también con una propaganda en la que exageraban los aspectos negativos de sus contrincantes. España, como todas esas grandes naciones, tuvo la gran y recurrente leyenda negra. Tal vez la intensidad de la propaganda contra el Reino de España fue más poderosa y contumaz que las sufridas por otros grandes países, pero el hecho diferencial español no fue la intensidad de la campaña, sino su repercusión en la autoestima de los españoles. Esa débil autoestima sigue haciéndonos pensar que las soluciones a nuestros problemas internos serán mejores y más incontestables si vienen de fuera –España es el problema y la UE la solución– y, en la misma proporción, cualquier crítica foránea hace tambalear nuestras convicciones. Pocos líderes en nuestra historia han sido capaces de sustraerse a la tensión: o estamos a favor de la leyenda negra y no reconocemos nuestro pasado o la rechazamos encerrándonos con El Cid en su sepulcro. El punto definido por la aceptación de nuestra historia y una visión crítica de la misma ha agrupado a escasos y valientes españoles. El 1–O las fuerzas de seguridad, traicionadas por los Mossos de la Generalitat y sin planes claros de unos jefes políticos dominados por la improvisación, tuvieron que intervenir para que la ley democrática prevaleciera. Unos cuantos titulares de prensa internacional han hecho posible que los independentistas monten su campaña, plagada de mentiras, y algunos de los defensores de la Constitución se tambalean en unas convicciones poco sólidas. Sin embargo, los guardias civiles y los policías nacionales, recordando su pasado de lucha contra ETA, y el jefe del Estado han sobresalido en un nuevo episodio negro de nuestra historia, atiborrado por las mentiras de una parte y la mediocridad de la otra.

En cuanto a los protagonistas nacionales, el partido al que pertenezco me roba rápidamente las alegrías que me da. He visto crecer, consolidarse a Pedro Sánchez huyendo del «no es no» hacia el consenso de Estado con el Gobierno de la nación en estos difíciles momentos, pero temo que con urgencia inusitada pueda volverse a instalar en un buenismo inoperante y desconcertante para la mayoría. Lo que ganamos durante meses con arduo esfuerzo lo perdemos vertiginosamente por no ser capaces de comprometernos claramente en la defensa de la democracia del 78. ¡Qué le voy a hacer si con mi partido tengo más días de ayuno que de abundancia! Por otro lado el presidente parece buscar un consenso con más intención de no estar sólo en estas difíciles circunstancias que de sentirse apoyado en una estrategia clara, definida y de la que él es el único responsable. Él, Rajoy, es el presidente, a él le exigimos que gobierne, si es posible con acuerdos, y si no lo fuera, solo, como corresponde.

En el año 1596 los ingleses saquearon Cádiz. Cervantes, pesimista y eligiendo la mofa para expresar su disgusto por los derroteros que adivinaba, afirmaba en una poesía en la que la burla y el pesimismo se entrelazan con soberbia exquisitez: «Bramó el Becerro y púsoles en sarta, / tronó la tierra, escureciose el cielo, / amenazando una total ruina; / y, al cabo, en Cádiz, con mesura harta, ido ya el conde, sin ningún recelo, triunfando entró el gran duque de Medina». Es decir, el duque español, emperifollado y vano, llegó cuando los ingleses se habían ido. Eso puede pasarle al Gobierno, que llegue tarde, que entre dudas y búsquedas de apoyo, llegue irremediablemente tarde.

Nicolás Redondo Terreros es miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.