ABC-JON JUARISTI

Un excelente libro sobre la nostalgia del comunismo

SOLÍA contar don Julio Caro Baroja que uno de sus más vivos recuerdos de la primera infancia databa de cuando, en compañía de su tío novelista, presenció en Vera de Bidasoa el paso hacia Francia de los zíngaros que se habían refugiado en España durante la Gran Guerra y que regresaban a sus países de Europa oriental una vez concluida aquella. En el niño de apenas cuatro años que era por entonces el futuro antropólogo dejó una impresión imborrable la muchedumbre de familias gitanas, con sus vestimentas de colores abigarrados, sus carromatos y, sobre todo, sus osos y sus monos. Quizás ese recuerdo contribuyó a su temprana inclinación a los estudios etnográficos.

Antes de nuestra guerra civil no era raro ver en las plazas de los pueblos españoles, e incluso en las de las grandes ciudades, al gitano –generalmente del Este de Europa– que hacía bailar a su oso amaestrado al son de trompetas y platillos. La persecución que sufrió bajo la ocupación alemana y el consiguiente exterminio decretado por los nazis mermaron la población zíngara, que en España se conocía por ese nombre (o por los de húngaros o bohemios) para distinguirla de los gitanos autóctonos. Tras la Segunda Guerra Mundial y, obviamente, tras la caída del Telón de Acero, se hizo mucho menos frecuente la presencia en nuestro país de zíngaros con osos danzantes. Lo más que pudimos ver los de mi generación fueron las acrobacias de la cabra Carmencita sobre la escalera, una especialidad nacional que en la posguerra recurría a los toques de cornetín de órdenes y que prosigue en la actualidad con música charanguera de piano electrónico (e incluso con hiphop).

Así y todo, a Bilbao siguieron viniendo algunas familias zíngaras, pero sin oso. Eran lañadores o «caldereros», que acampaban en las afueras de la ciudad o en las cercanías de Baracaldo y a las que se contrataba para componer las calderas de las industrias de la Ría (y en especial las de los Altos Hornos de Vizcaya). Creo que se trataba de clanes más o menos sedentarizados y asentados en Francia. No recuerdo que se les encargase arreglar ollas y cazuelas del menaje doméstico, como se hacía en la San Sebastián de la Belle Époque, donde los zíngaros remendaban el de los restaurantes. Los «caldereros de la Hungría» llegaban allí a comienzos de año, enviados por el dios Momo y «formando la vanguardia del alegre Carnaval», como reza la letra de una conocida marcha donostiarra. A la bella Easo traían osos y monos, por si hicieran falta.

Leo durante estos días un interesante reportaje del periodista polaco Witold Szablowski, Osos que bailan, recién publicado en español por Capitán Swing. Trata sobre los nostálgicos del comunismo en los países de Europa Oriental, aunque dedica un capítulo a Cuba y se cierra con otro sobre la Grecia actual, petada, como España, de añorantes de un sistema (tiránico, subraya explícitamente el autor desde la misma portada) que no tuvieron la dicha de disfrutar. Entre los grupos más inconsolables figuran los zíngaros de Bulgaria, a los que la democracia privó de sus osos y cuya tragedia ha inspirado el título del libro. Los zíngaros fueron obligados a abandonar sus animales en un extenso parque nacional, donde se les cuida como a mascotas de lujo y reciben los servicios frecuentes de un dentista alemán. Pero el caso es que, cada vez que divisan a lo lejos un ser humano, los osos se ponen de pie sobre sus patas traseras y empiezan a bailar frenéticamente. Como si pidieran, al igual que en el pasado, un cacho de pan, una chuche, un trago de cerveza. O, simplemente, que no les torturen, pese a que nadie les tortura desde hace años, aclara Szablowski.