¿Qué significa deslegitimar el terrorismo?

La forma en que se describa y se conceptualice el fenómeno terrorista que la sociedad vasca vive desde hace décadas, la forma en que se construya el relato de lo sucedido y su final, marcarán indeleblemente el futuro político de esa misma sociedad.

Establecer con un mínimo de claridad, y sobre todo con un mínimo de consenso, qué significa exactamente “deslegitimar el terrorismo” es una de las cuestiones aparentemente más difíciles en nuestro momento político actual. Basta escuchar el griterío político que provoca la sola apelación por el actual gobierno vasco a estos términos para darse cuenta de lo delicado de la cuestión, así como de su trascendencia. Y ello no es en absoluto extraño, pues en torno a esta concreta cuestión se juegan intereses políticos de largo alcance: la forma en que se describa y se conceptualice el fenómeno terrorista que la sociedad vasca vive desde hace décadas, la forma en que se construya el relato de lo sucedido y su final, marcarán indeleblemente el futuro político de esa misma sociedad. De ahí la discusión, sorda pero encarnizada, que juegan las fuerzas políticas en liza acerca del significado de esos concretos términos: “deslegitimar el terrorismo”.

De ahí que algunos políticos nacionalistas pretendan, incluso, dar un paso radical más allá y defiendan modificar los términos mismos que definen el punto de partida, alegando que el utilizarlos parece dar a entender que, en algún momento, el terrorismo ha estado “legitimado”, lo cual sería para ellos inexacto (así se ha manifestado Izaskun Bilbao). Proponen que, en lugar de hablar de “deslegitimar”, hablemos de “condenar”, “rechazar”, “oponerse” al terrorismo y términos similares, pero nunca “deslegitimar”. Y consecuentemente, los planes a desarrollar se llamarían planes “para la convivencia” o “para la paz”, no planes de deslegitimación del terrorismo. Como ha escrito J. Arregi, se trata de llevar la cuestión al limbo de la ética para sacarla como sea del terreno de la política.

Mi opinión es precisamente la contraria: se debe utilizar precisa y exactamente el término de “deslegitimación”, y ello por dos razones de suma trascendencia.

En primer lugar, porque ese término pone de manifiesto algo que, todavía ahora, muchos pretenden esconder o disimular: que el terrorismo ha estado durante muchos años semilegitimado en el seno de la comunidad política vasca. Y legitimado, precisamente, desde la política. Este es cabalmente el dato más relevante y preocupante del terrorismo nacionalista vasco, el que lo diferencia de otros fenómenos terroristas europeos de los años de plomo: que ha contado con una legitimación política externa. Cierto que esa legitimación nunca ha llegado a ser hegemónica en la sociedad, pero no puede negarse que ha existido y ha sido efectiva. Porque lo que ha existido y se ha difundido ampliamente en esa sociedad ha sido un discurso legitimador del terrorismo, un discurso que no ha limitado su penetración a los ámbitos políticos estrictamente radicales, sino que ha permeado a todo el espectro político nacionalista y a buena parte del que no lo es. Y es ante la constatación de ese discurso cuando cobra pleno sentido hablar ahora de “deslegitimar”, entendiendo por tal la tarea de identificar, deconstruir y rebatir el precedente discurso de legitimación.

Pero es que, además, y precisamente cuando se aborda así la cuestión, como la destrucción de un discurso previo de legitimación, es cuando con más claridad y sencillez se puede llegar a identificar el contenido concreto de lo que está por hacer y así superar las dificultades del debate actual. En efecto, a la pregunta ¿qué sería “deslegitimar el terrorismo”?, correspondería la respuesta siguiente: ni más ni menos que construir un discurso simétricamente opuesto al previo discurso de legitimación. Por ello, basta con identificar con una mínima claridad conceptual los elementos clave del anterior discurso legitimador para poder formular cuáles deberían ser los elementos clave del de deslegitimación.

De esta forma podríamos escapar a toda ese serie de trampas semánticas que proponen muchas fuerzas políticas y sociales y que buscan sólo diluir en un magma confuso y borroso el esfuerzo deslegitimador.

A tal efecto conviene que reflexionemos por un momento, que volvamos la vista atrás, y comprobemos cuáles eran los argumentos-fuerza del “discurso de legitimación” que hemos vivido (y que en gran parte seguimos viviendo). Y también cuáles no lo eran. Para no perdernos en una pugna con falsos enemigos.

Empecemos por los últimos. Los que no eran ni son los ejes de la legitimación:

a) (VIOLENCIA-PAZ) El discurso de legitimación del terrorismo nunca ha utilizado como palanca argumentativa la exaltación indiscriminada de la violencia, nunca ha ensalzado la acción violenta o la guerra como método de resolución de conflictos. Naturalmente que ha “explicado” la violencia, pero nunca la ha exaltado como tal. Por eso carece de sentido recurrir a la idea de “paz” o “no-violencia” como elementos de un discurso actual de deslegitimación (como hace ese llamado “Programa de Educación para la Paz”). Ya de entrada, habría que señalar que el concepto de “violencia” se ha convertido desde hace tiempo (desde Galtung, por lo menos) en una idea borrosa e infecunda: después de la “violencia estructural” y la “violencia cultural”, todo es violencia y nada es violencia. Y correlativamente igual de infecunda resulta la idea de “paz” (“negativa”, “positiva”, “justa”, etc). Por ello, un contra-discurso actual que pretenda apoyarse en la paz como valor supremo carece de cualquier capacidad de deslegitimación: porque todos, incluso los terroristas, pueden subscribir un discurso pacifista, precisamente porque su legitimación política no nació de la violencia, sino de otro lugar y otro argumento .

b) (SUFRIMIENTO-RECONOCIMIENTO DE LAS VÍCTIMAS) Tampoco se ha legitimado al terrorismo, entre nosotros, negando la condición humana de sus víctimas. Nunca ha existido un discurso de legitimación que no partiese, como pórtico previo (más o menos hipócrita), de un reconocimiento expreso de que el sufrimiento humano era algo que no podía en sí mismo defenderse. Los discursos de comprensión, explicación y contextualización del terrorismo etarra siempre han puesto por delante su lamento dolorido por el sufrimiento humano. De ahí que la deslegitimación que ahora nos toca hacer no pueda construirse sobre la apelación a las víctimas tomadas simplemente como ejemplos de sufrimiento humano en bruto. Porque así tomadas, en su mínimo común denominador humano, las víctimas significan muy poco. Más aún, se mezclan borrosamente con todas las víctimas sufrientes (las del GAL, las de la violencia de género, las de accidentes de tráfico, etc). El sufrimiento iguala a todas las víctimas y, precisamente por eso, cualquier discurso que se pretenda montar sólo sobre el sufrimiento humano se diluye en una emoción, en un sentimiento de empatía indiscriminada. Y la emoción es por antonomasia la trampa que emplea la actualidad mediático-política para evitar el pensamiento y la reflexión.

c) (LOS DERECHOS HUMANOS) Tampoco puede deconstruirse el discurso de legitimación del terrorismo desde una teoría o una praxis genérica de los derechos humanos, precisamente porque ese discurso nunca los ha negado, sino todo lo contrario. Nunca se ha legitimado el terrorismo negando los derechos fundamentales a la vida o la integridad física de las personas afectadas, sino de otra forma muy distinta, poniendo junto a estos derechos “individuales” otros de carácter “colectivo” o “cultural”, una com-posición de derechos de la que siempre ha resultado finalmente un magma borroso que se resolvía en la apelación vaga de “todos los derechos para todos” . Si la legitimación del terrorismo se ha hecho desde una lectura omnicomprensiva y generalista de los derechos humanos, volver ahora a ese mismo filón argumental de los derechos humanos resulta inocuo si lo que de verdad se pretende es deslegitimar la actividad terrorista.

¿Y cuáles sí lo eran?

Hay una constatación imprecindible: el relato de justificación o legitimación del terrorismo siempre ha sido un discurso que se ha hecho DESDE LA POLITICA, ha sido un complejo discurso político de contextualización de una actividad que en sí misma se aceptaba como contraria a la moral reconocida pero que se justificaba desde una determinada toma de postura sobre la historia y la situación actual del “pueblo vasco”. La legitimación del terrorismo ha sido, y este es el punto esencial que no puede perderse de vista, una legitimación política que se ha fundado, a mi modo de ver, sobre dos pilares argumentales que siguen hoy vigentes para el imaginario político de gran parte de la sociedad vasca:

a) EL CANON HERMENEUTICO DEL CONFLICTO PRIMORDIAL: toda la historia y realidad vascas se han explicado desde un paradigma omniexplicativo: el del conflicto atemporal y permanente entre el pueblo vasco y España, un conflicto radical que sería subyacente a cualquier otra realidad histórica contingente. Desde este canon del conflicto esencial se ha entendido (y se ha justificado) el terrorismo etarra como una más de sus formas concretas de expresión: el terrorismo –dice el discurso- no existiría si no fuera porque, mucho más allá, o mucho antes de la realidad de esta sociedad y violencia concretas, existe ese conflicto primordial a modo de motor inexorable de sus manifestaciones. Por ello, puede afirmarse que en tanto el discurso del CONFLICTO PRIMORDIAL no sea desactivado y desacreditado socialmente, subsistirá una base de legitimación política para cualquier actividad violenta. O por lo menos para considerar justificada (digna) la que ha existido.

b) LA DEFECTIVIDAD DE LA DEMOCRACIA ESPAÑOLA: el régimen democrático instaurado por la Constitución de 1.978 es defectuoso e incompleto, carece de legitimidad en el País vasco, y está trufado en su institucionalidad y su práctica de violaciones concretas de derechos democráticos básicos –dice el discurso-. En el fondo, no es sino un heredero de un poder siempre ilegítimo, el español. No respeta los derechos preexistentes de un pueblo, no reconoce el derecho a la libre decisión, vulnera derechos democráticos esenciales a través de sus leyes y tribunales de excepción, está sistemáticamente sesgado a favor de las fuerzas políticas estatalistas, y así sucesivamente. La democracia, se nos dice, no es sino un sistema político en que todas las ideas y todos los proyectos tienen el mismo valor y poseen idéntica legitimación. Y puesto que el régimen constitucional español no trata por igual a todas las ideas, sino que reprime a algunas de ellas, es un régimen democrático demediado o pervertido. Por lo que luchar violentamente contra él puede ser equivocado o erróneo en el plano moral (o incluso en el pragmático-utilitario), pero no está totalmente exento de justificación.

Este segundo contenido del discurso de deslegitimación es el que hoy me interesa analizar más en detalle. Entre otras cosas, porque es el que más directamente se ha convertido en eje de discusión y conflicto en materia de deslegitimación del terrorismo. La revisión del otro eje, el del canon del conflicto primordial es literalmente inimaginable para el nacionalismo hoy por hoy.

Basta leer la prensa para constatar que el límite que ponen las fuerzas políticas nacionalistas a cualquier plan o esfuerzo de deslegitimación del terrorismo es, precisamente, el de que ese plan no contenga una legitimación correlativa de la democracia constitucional realmente existente, la democracia española. Por eso el PNV exige que el plan base sus referencias en “la democracia” (en abstracto), no en la “democracia constitucional” (la existente). Esa legitimación la rechazan porque –dicen- constituye una versión partidista e interesada que quieren imponer ahora los políticos españolistas. Ellos –los nacionalistas- querrían poder rechazar el terrorismo pero, al mismo tiempo, poder mantener el discurso descriptivo de la democracia española como una esencialmente defectuosa, sin darse cuenta (o quizás, a pesar de darse cuenta) de que si se mantiene el discurso de la democracia defectuosa se está perpetuando el más firme asidero para que el terrorismo se legitime o, por lo menos, para que pueda reclamar eso que ARALAR ha considerado como necesario: “un final digno” dentro de “una paz vasca”. Una especie de abrazo y reconocimiento mutuo de quienes “han estado en trincheras distintas”. Es decir, un final que dote de sentido a la actividad terrorista pasada y la justifique, puesto que revestir algo de “dignidad” significa en último término reconocer a ese algo como dotado de un valor apreciable que le hace merecedor de respeto.

Resulta así que, finalmente, la dignidad (legitimación) del terrorismo y la dignidad (legitimación) de la democracia española son vasos comunicantes con un volumen de líquido limitado: a más de uno, menos de otro.

Por muchas vueltas que queramos darles, por mucha borrosa semántica que le echemos encima, ante este nudo se encuentra la política vasca en este punto: el de aceptar o rechazar un rearme legitimador de la democracia constitucional realmente existente, que es la española.

Lo cual, a su vez, incluye dos cuestiones diversas que desarrollo sucesivamente: en primer lugar, la de aceptar (o rechazar) que la democracia en general se sustenta sobre una serie de valores o principios substantivos que actúan como límite de los proyectos políticos que caben en su seno. Y, en segundo, que ese contenido substantivo o material de la democracia se concreta, aquí y ahora, en el régimen constitucional democrático español.

Veámoslo.

LA DEMOCRACIA: ¿REGLA PROCEDIMENTAL O SUBSTANTIVA?.-

Existe una poderosa corriente de opinión en la teoría política contemporánea que contempla la democracia como un régimen exclusivamente procedimental. Los valores substantivos dice- son todos ellos opinables y objetivamente injustificables (el hecho irreprimible del pluralismo de valores), por lo que la única regla política válida y universalizable es una puramente procedimental, ésa que nos dice que las decisiones colectivas vinculantes las debe adoptar la mayoría de los ciudadanos a través de sus representantes legítimos (J. Waldrom, Carlos S. Nino).

Este procedimentalismo, que no vamos ahora a discutir a fondo, tiene una manifestación muy concreta en el punto que ahora nos interesa, el de dilucidar si existen límites al contenido de los proyectos políticos que pueden proclamarse o perseguirse en un régimen democrático. Los procedimentalistas nos responden negativamente: el único límite a los proyectos defendibles (el único límite a los partidos y asociaciones políticos en definitiva) es el del procedimiento mismo: los partidos no podrán hacer uso de métodos que infrinjan las reglas democráticas (la violencia, la segregación, el funcionamiento interno del partido debe ser democrático, etc), pero en tanto en cuanto respeten el procedimiento no existen límites substanciales a lo que pueden pretender esos partidos. Los valores y principios substanciales en que muchos fundan la democracia no son límite para ningún proyecto político siempre que ese proyecto se ajuste en su desarrollo práctico a las reglas del procedimiento legal. En términos más coloquiales, lo que así se afirma es que un partido que propugna constituir un régimen totalitario es perfectamente lícito en democracia siempre que ajuste su comportamiento a las reglas democráticas de comportamiento. Se afirma incluso que un régimen totalitario futuro, si es adoptado por la mayoría de manera democrática, resulta legítimo y de obligada aceptación. Porque, insistimos, para los procedimentalistas la democracia nada puede decir sobre valores o principios (esos serían todos opinables, subjetivos y plurales), sólo sobre procedimientos.

Es bastante claro que un procedimentalismo puro se derrota a sí mismo en el plano lógico, puesto que, precisamente, ese procedimiento que pretende presentarse como única regla democrática está en el fondo basado en valores substantivos muy concretos, valores que están por ello implícitos en el procedimiento mismo: en efecto, si es la mayoría democrática de las personas la que decide, ello no se debe a simple casualidad o puro pragmatismo, sino que es porque todas ellas están dotadas de una igual dignidad y todas ellas cuentan a la hora de decidir lo que a todas atañe. Luego cualquier proyecto que defienda acabar con la práctica de esos valores es contradictorio también con el procedimiento mismo. No se puede decidir democráticamente el fin de la democracia. Esto lo ha visto con claridad Habermas al proponer un procedimentalismo discursivo y consensual que incorpora como presupuestos estructurales, ineludibles e irrebasables, tanto los derechos humanos como la soberanía popular.

Sin embargo, esta comprensión procedimentalista de los límites de la actuación de los partidos políticos ha tenido especial impacto en la doctrina constitucionalista española (e incluso en el Tribunal Constitucional), que ha aceptado generalmente que la nuestra, la española, no es eso que con cierto desprecio o lejanía se califica como “democracia militante” (la “Streitbare Demokratie” que reclamó Karl Loewenstein en tiempos de angustia), sino una puramente procedimental. Una democracia militante pone límites substantivos a los proyectos políticos que pueden defenderse en su seno, la nuestra no: la nuestra sólo pone límites procedimentales, el de no usar medios ilícitos para ello. Así lo han entendido constitucionalistas tan reputados como I. de Otto, Blanco Valdés, Aragón, Virgala o Solozábal . Siempre que se ajuste al procedimiento democrático, un partido puede defender en la democracia patria el fin de ésta y su substitución por un régimen totalitario, autoritario o racista.

Esta extraña doctrina pretende fundamentarse, desde un punto de vista dogmático- positivo, en la cláusula del art. 168 C.E. que admite la reformabilidad total de la Constitución española, incluso de su Título I: si la Constitución puede reformarse sin límite alguno, se argumenta, es claro que no existe tampoco límite alguno en el sistema español para los proyectos que un partido puede defender, siempre que en su funcionamiento se ajuste al procedimiento democrático exigido por su art. 6. “En nuestra Constitución no hay un núcleo normativo inaccesible a la reforma” dice en este sentido el Tribunal Constitucional en su Sentencia de 12.03.2.003. De lo que se sigue que un partido no puede ser prohibido por su proyecto, sus ideas o su finalidad declarada, sino sólo por sus actuaciones.

Esta doctrina ha sido interesadamente explotada hasta la saciedad por el nacionalismo vasco para denostar como especialmente antidemocrática a la Ley de Partidos de 27.06.2.002, acusándola de ser una ley propia de una “democracia militante”, de ser una norma que ilegaliza o prohíbe proyectos políticos por su sólo contenido. Es una herramienta –escribía hace tiempo el diputado Erkoreka- más propia de un régimen totalitario que de uno supuestamente democrático; por eso la española era para él (y para tantos entre nosotros) una democracia “pervertida”, “anémica” y “débil” . Una afirmación que se ha convertido en tópica en el País Vasco, vulgarizada generalmente a través de la proposición de que “en democracia, todas las ideas son legítimas y admisibles” que, aunque no expresamente, se complementa con la de que “y todas valen lo mismo”.

Resulta difícil comprender cómo se ha podido deducir tan sencillamente de la cláusula de modificabilidad total de la Constitución española la idea de que no existen principios o valores democráticos esenciales cuya derogación o modificación no puede pretenderse en nuestra democracia. Cómo se ha llegado a confundir la admisión general de cualquier modificación del contenido orgánico-institucional del Estado con la posibilidad de defender doctrinas que cuestionen los fundamentos mismos de la democracia. Que no se distinga, como es obvio, entre la pretensión de alterar el régimen electoral, o la organización provincial, o el régimen de financiación pública (por poner algún ejemplo), y la pretensión de suprimir el régimen democrático mismo o los derechos humanos. Todos estos proyectos serían igual de democráticamente defendibles, se dice. Y no es así: es patente que aquellos elementos estructurales del régimen constitucional pueden ser modificados libremente por las mayorías, pero no lo es menos que no puede admitirse que la democracia pueda ser directamente suprimida sin incurrir al afirmarlo en una aporía lógica y política.

Dicho en otros términos, si una democracia no es “militante” ¿qué es entonces?

¿De verdad se pretende que el Estado democrático sea un régimen seráfico de pura equidistancia ante los valores y proyectos políticos, un Estado ciego o neutral ante el contenido de todos ellos?

La Sentencia del TEDH de 30.06.2.009 en el asunto de la ilegalización de Batasuna ha aportado, en este punto, un poco de aire fresco para un discurso tan extraviado. Pues ha afirmado con toda claridad que “un partido político puede hacer campaña a favor de un cambio de la legislación o de las estructuras legales o constitucionales del Estado, pero con dos condiciones: (1) Los medios utilizados a tal efecto deben ser legales y democráticos desde todos los puntos de vista; (2) El cambio que se propone debe ser él mismo compatible con los principios democráticos fundamentales. De lo que se deriva necesariamente que un partido político cuyos responsables incitan a recurrir a la violencia, o proponen un proyecto político que no respeta una o varias reglas de la democracia, o que contempla la destrucción de ésta o el desconocimiento de los derechos y libertades que reconoce, no puede prevalerse de la protección de la Convención Europea de Derechos Humanos” (prf. 79). Una doctrina ésta, plenamente substancialista o militante, y que en realidad no es nueva, pues el TEDH viene repitiéndola en idénticos términos en sus sentencias desde la primera vez que la adoptó en la Sentencia de Sala del “Refah Partisi” de 31.07.2.001, confirmada por Sentencia de pleno del Tribunal en 13.02.2.003 (por ejemplo en las de 12.02.2.004 y 3.02.2.005). Precisamente la de 12.02.2.004 distingue perfectamente a efectos de su legitimidad entre los cambios legales y constitucionales que un partido político puede propugnar (los que afectan a la estructura del Estado y su organización institucional) y los que no puede defender (los que afectan a la democracia misma).

Y es por ello que “un Estado parte del CEDH puede perfectamente imponer a los partidos políticos, que son formaciones destinadas a acceder al poder y a dirigir parte del aparato del Estado, el deber de respetar y salvaguardar los derechos y libertades garantizados por el Convenio, así como la obligación de no proponer un programa político que esté en contradicción con los principios fundamentales de la democracia” (Sentencia “Batasuna” prf. 82).

Ni que decir tiene, puesto que es conocido, que examinadas las circunstancias concretas del caso de Batasuna, el TEDH concluyó que “los actos y discursos de este partido político constituyen un conjunto que ofrece una imagen clara del modelo de sociedad, concebido y defendido por ese partido, que está en contradicción con el concepto de lo que es una “sociedad democrática” (prf. 91). Pero esto no es lo trascendente, porque lo importante a la larga no es tanto la concreta ilegalización de este partido como el hecho de que el TEDH ha sentado una y otra vez la terminante doctrina de que la democracia no es compatible con todos los proyectos políticos, que la democracia posee un contenido substantivo de principios y valores que permiten excluir del juego político a todos aquellos partidos que no los reconozcan, o que propongan cambios legales o sociales incompatibles con ellos. Que no es cierto que en democracia “todos los proyectos son legítimos si se defienden pacíficamente”, sino que, por el contrario, aquellos que defienden una sociedad no democrática son ilegítimos y pueden ser excluidos del juego político, actúen pacíficamente o no.

¿Y cuáles son los principios y valores democráticos esenciales?, podría cuestionar alguno. ¿Cómo pueden identificarse y justificarse objetivamente unos valores o principios concretos cuando vivimos en unas sociedades en que reina un pluralismo intrínseco a la hora de adoptar valores y principios y por ello no hay acuerdo universal ni sobre valores ni sobre procedimientos? Aunque la argumentación podría hacerse todo lo compleja que se quiera, creo que la propia formulación de la pregunta lleva de inmediato a la respuesta; precisamente porque el pluralismo social es constitutivo de ella, es fácil identificar los valores esenciales de la democracia. Ellos lo son aquellos que salvaguardan el pluralismo político y social constitutivo de nuestros regímenes. Es el respeto a ese pluralismo, y a las personas que lo encarnan, el que marca el límite infranqueable que ningún proyecto político puede sobrepasar. Porque la idea del pluralismo incluye dentro de sí tanto los requerimientos estructurales implícitos referentes a la dignidad de las personas para portar esos valores plurales (derechos básicos de la persona), como los condicionantes sistémicos a que está constreñido el régimen político que pretenda reconocer el libre ejercicio de esa pluralidad (el autogobierno democrático). Por tanto, es fácil concluir que todo proyecto político que pretenda coartar, disminuir o suprimir el libre juego del pluralismo social de valores e ideas es democráticamente ilegítimo y puede ser prohibido .

En idéntico sentido, el TEDH ha indicado que los caracteres esenciales de la sociedad democrática implícita en el CEDH son: el pluralismo, la tolerancia y el espíritu de apertura, configurándose el pluralismo como elemento omnicomprensivo y resumen de todos los demás (Sentencia 7.12.1.976).

La democracia sí puede, por tanto, excluir del juego político tanto a ideas como a proyectos cuando las encarna un partido político que busca el poder. No podría hacerlo si quienes las mantienen o propalan son sólo personas particulares o actores de la sociedad civil que no pretenden convertirlas en realidad política operativa. Las personas y grupos pueden pensar de manera antidemocrática y actuar en la sociedad civil, pero los partidos no pueden, porque lo suyo no es un mero pensamiento, sino un proyecto colectivo para todos. Y la sociedad puede y debe defenderse de tales proyectos.

¿Dónde quedan entonces tantos discursos nacionalistas e izquierdistas que tildaban a la Ley de Partidos de 2.002 de constituir un “atentado a la democracia”, de “ilegalizar ideas”, de “excluir arbitrariamente del juego político a un sector de la sociedad”, de ser un ejemplo de “democracia pervertida” o de “baja calidad”? Si fueran intelectualmente honestos y democráticamente sinceros, quedarían avergonzadamente silentes: pues se lo ha dicho, alto y claro, el máximo guardián de la calidad democrática de los Estados europeos.

Pero en esta Euskal Herria nuestra, en que todo vale, lejos de callar siguen gritando sus simplezas. Como han dicho con curiosa unanimidad en el Parlamento Vasco el 12.11.1.999 los representantes de Ezker Batua y de Aralar: “diga lo que diga el Tribunal Europeo, la Ley de Partidos recorta libertades políticas básicas”. ¡Precisamente cuando el Tribunal Europeo defiende las libertades políticas básicas de todos, se le acusa de recortarlas! A tal punto ha llegado el desatino y la perversión del discurso supuestamente democrático entre nosotros.

Lo cual se subraya para mostrar que mientras no lo superemos mediante el rearme moral de la democracia no conseguiremos salir del marasmo ideológico. Y menos aún que la sociedad en su conjunto salga de él.

EL MARCO CONSTITUCIONAL ACTUAL ES EL ÚNICO DEMOCRATICAMENTE LEGÍTIMO.

Lo hemos dicho ya: si el proyecto político de BATASUNA ha sido declarado incompatible con una sociedad democrática bien ordenada ha sido porque traduce un apoyo evidente a un proyecto de reducción (violenta) de la pluralidad de la sociedad. Y por esta misma razón, e incluso quitando la connotación que hemos puesto entre paréntesis, es por lo que lanzo ahora dos afirmaciones que pueden en una primera lectura resultar un tanto atrevidas: la primera, la de que el régimen de raigambre e inspiración federal puesto en marcha por la Constitución española de 1.978, un régimen que reconoce el derecho al autogobierno político efectivo de las nacionalidades existentes en España, es el único legítimo para reconocer y garantizar la pluralidad de sentimientos nacionales existentes en la sociedad peninsular. La segunda, que la propuesta radical del nacionalismo de establecer un Estado propio secesionado del actual es democráticamente ilegítima porque, precisamente, atenta al pluralismo de esa sociedad.

Ambas afirmaciones pueden parecer excesivas; y sobre todo pueden resultar provocativas para el nacionalismo en su conjunto, puesto que implican que la Constitución española constituye el horizonte obligado de lo que es aquí y ahora la democracia y que, por tanto, no puede legítimamente seguirse hablando de “otra democracia distinta” o “más legítima” para la sociedad vasca ni siquiera como posibilidad. Igual que implica que la reclamación del derecho de secesión del País Vasco es una reclamación o un proyecto hoy por hoy contrario a la democracia, porque su realización efectiva atentaría a la pluralidad intrínseca de la sociedad afectada. Radicalmente ilegítimo desde una concepción substancialista de la democracia. Y porque de todo ello se deduce que, tal como teme el nacionalismo, la deslegitimación del terrorismo y del proyecto político que lo sustenta conduce inexorablemente a la relegitimación de la Constitución de 1.978 entre nosotros. Y que esa revalorización no deriva, como el nacionalismo tercamente denuncia, de una previa opción partidista, sino que deriva de la aplicación ponderada de los valores democráticos aquí y ahora.

Cierto que, en vía de principio, la reclamación de la autodeterminación o secesión de una parte de un Estado no afecta sino a la estructura territorial e institucional de éste y, por tanto, es un proyecto que no resulta contrario a los principios básicos de la democracia. Lo ha dicho así, muy correctamente, la Sentencia del TEDH de 25.05.1.998 al condenar como atentatoria al CEDH la ilegalización por Turquía del Partido Socialista Turco por haber incluido en su programa el derecho de autodeterminación: “El hecho de que un proyecto político sea incompatible con los principios y estructuras actuales del Estado (turco) no lo convierte en incompatible con las reglas democráticas. Pertenece a la esencia de la democracia permitir la proposición y discusión de proyectos políticos diversos, incluso de los que cuestionan el modo de organización actual del Estado, siempre y cuando los mismos no supongan un ataque a la democracia misma” (prf. 47).

Esta afirmación de principio, sin embargo, debe matizarse de acuerdo con las circunstancias concretas de la sociedad y del sistema político en que se aplica. Y, en concreto, debe valorarse lo que implica la autodeterminación y constitución de una estructura estatal separada según se trate de aplicar a una sociedad o grupo nacionalmente homogéneo o a otro radical y constitutivamente plural en sus sentimientos nacionales. Porque si bien en el primer caso el pluralismo político y social no resultaría afectado negativamente por la secesión, no puede decirse lo mismo en el segundo.

Mi enunciado a este respecto podría resumirse así: al igual que la Constitución española no sería democráticamente aceptable si no hubiera reconocido el derecho al autogobierno del País Vasco (puesto que no hacerlo hubiera sido tanto como negarse a reconocer y dar cauce de expresión al pluralismo intrínseco de la sociedad española a la que pretendía aplicarse), de la misma manera un proyecto político independentista no es tampoco democráticamente aceptable porque conlleva una segura e implacable reducción de ese pluralismo. Naturalmente que podrá discutirse el grado y la definición exacta de los términos del autogobierno y podrán proponerse al respecto todos los proyectos que se deseen, pues la democracia no señala por sí misma un contenido predeterminado en cuanto al tratamiento técnico del autogobierno; caben muchas variantes al respecto dentro del marco general de lo que conocemos como federalismo en general. Pero los límites a esa discusión están ahí y los pone el respeto al pluralismo: ni el proyecto político uniformizador (centralista) ni el secesionista (independentismo) pasan con éxito el listón de mínimos que supone el respeto al pluralismo político y social.

Del primero de tales proyectos no es preciso hablar, sencillamente porque no hay fuerza política alguna con mínima relevancia entre nosotros que lo defienda. Sería perder el tiempo intentar demostrar cómo y por qué un centralismo homogeneizador atentaría al valor democrático del pluralismo de la sociedad hispana. Así de evidente es esa idea para todos.

Y, sin embargo, no es menos cierto que la idea simétricamente paralela a la anterior, la que patrocina el independentismo o secesionismo, no aparece hoy por hoy como una idea igual de contradictoria con el pluralismo intrínseco de la sociedad vasca. Esta es una asimetría perceptiva a la que nos lleva, probablemente, la arraigada convicción de que existen nacionalismos “buenos” y nacionalismos “malos”, unos poco menos que totalitarios y otros en cambio cuasi-liberadores. Pues bien, aquí se defiende la existencia de esa simetría: todo proyecto político que pretenda implantar una solución unipolar a la complejidad social vasca es democráticamente inaceptable. Y el independentismo entra en esa categoría.

El profesor de Filosofía del Derecho Luigi Ferrajoli, a quien nadie podrá negar autoridad en el estudio del Estado democrático de Derecho y de sus requerimientos socialmente más avanzados, ha tenido la osadía de señalar que, en nuestros tiempos y en nuestras sociedades, no puede ya entenderse el derecho de autodeterminación (el “derecho a un Estado propio”) como un derecho democráticamente admisible. Más bien todo lo contrario. Dice Ferrajoli que, una vez superada la época de la descolonización, existe sin duda el derecho de autodeterminación en su sentido interno: el derecho de los pueblos a darse un ordenamiento democrático a través del ejercicio de la soberanía popular, es decir, existe un “derecho a la democracia”. Pero en su sentido externo, la autodeterminación entendida como “derecho a poseer un Estado propio” o “derecho a la secesión” es democráticamente inadmisible.

“La pretensión de los pueblos de constituirse en Estados, dentro de una sociedad mundial cada vez más integrada y en sociedades civiles caracterizadas por las mezclas de culturas y nacionalidades, es una pretensión insostenible; no sólo no está implicada, sino que está incluso en contradicción con el derecho a la autodeterminación del art. 1-2º de la Carta de Naciones Unidas. Se puede afirmar, en este sentido, que el último legado envenenado de la colonización, contra la cual precisamente se reconoció ese derecho, es precisamente la exportación a todo el mundo de la idea de Estado como única forma de organización política. El derecho de los pueblos a la autodeterminación externa no quiere por tanto decir derecho a convertirse en Estado. Ni mucho menos derecho a la secesión. Es más, un “derecho al Estado” es incluso inconcebible ya que es autodestructivo: siempre habrá en la minoría que lleva a cabo la secesión otra minoría, que también querrá secesionarse contra la nueva mayoría. Y eso vale hoy más que nunca, pues es bastante mayor que en el pasado la mezcla de pueblos y culturas. Lo que hace imposible considerar como “derecho fundamental” el derecho a constituir un Estado es, en suma, su “no universabilidad”.… La interpretación “externa” del derecho de autodeterminación como la pretensión a constituir un Estado nuevo contradice el principio de igual tutela de las diferencias …La única forma de autodeterminación externa coherente con los principios de la Carta N.U. es sin duda el ofrecido por el modelo federal que se realiza mediante la autonomía o autogobierno” .

En una sociedad mezclada y con plurales sentimientos nacionales cualquier solución tajantemente unívoca, sea la del centralismo homogeneizador o la de la secesión que busca fundar un nuevo Estado, son igualmente atentatorias al pluralismo intrínseco existente en esa sociedad y, desde ese punto de vista, no son democráticas por contradecir el valor primordial que inspira esta clase de régimen de autogobierno.

Lo cual nos conduce a una conclusión inevitable: la de que no puede pretender deslegitimarse el marco constitucional español vigente arguyendo que no reconoce el derecho de secesión, el derecho de decidir, o el derecho de autodeterminación. Esas son críticas sin peso y validez democráticos, precisamente porque tales derechos no existen en tanto en cuanto se entiendan como derechos a reducir la plural complejidad existente. Por el contrario, la democracia constitucional española actual, desde el momento en que reconoce y defiende el autogobierno de las nacionalidades existentes en su seno, es el único marco legítimo (desde una perspectiva democrática substantivista) para que se desarrolle efectivamente el pluralismo.

José María Ruiz Soroa, 19/5/2010