Bautizos prenatales

EL CORREO 16/01/14
MANUEL MONTERO

· Los catalanes son de transiciones y los vascos somos más de procesos. De ahí que la izquierda abertzale quiera impulsar un «proceso democrático»

Con las ganas de confundir deseos con realidades o de dar trascendencia a los empeños doctrinales. En tales casos se pone nombre al acontecimiento «histórico» cuando ni siquiera ha empezado. Como si de entrada supiésemos a qué sitio vamos y la enjundia que tendrá la peripecia. La imagen: Robespierre, Danton y compañía diciendo: «Hala, vamos a hacer la Revolución Francesa». Lo normal es que a los fenómenos históricos se les ponga el nombre una vez pasado y evaluado. Nadie dijo «mañana empieza la crisis del 29» o la Ilustración o la Reconquista. La denominación suele venir después, a veces mucho después.

Entre nosotros la moda es bautizar las cosas antes de que sucedan. Por lo común el desatino cae en el olvido. ¿Quién recuerda que cuando llegó a nuestras vidas Zapatero iba a encabezar una etapa de «regeneración democrática»? No cuajó el nombre debido a su evanescencia –si uno se mete a regenerador tiene que saber qué quiere regenerar y qué significa el verbo–. Y le perjudicó mucho que al final sus compañeros hablasen de la regeneración socialista: iban a cambiar el mundo y descubrieron que el cambio lo necesitaban ellos, tarea en la que siguen empeñados, ahora con más saña si cabe. Para compensar: tampoco hizo fortuna «la segunda renovación democrática» que iba a protagonizar Aznar, según decía cuando aún estaba en la oposición.

Tales vaticinios se quedaron en propaganda, aunque no les hubiese disgustado a sus mentores que ahora los libros hablasen de «la renovación aznariana de España» o «la regeneración de Zapatero a comienzos del siglo XXI». No ha podido ser.

A veces, sin embargo, el bautizo del acontecimiento nonato tiene éxito de audiencia y el desideratum califica una época desde sus comienzos, aunque se quede en ficción. Nos pasó así hace quince años, cuando en el País Vasco se hablaba de «proceso de paz», familiarmente «el proceso», que inundó nuestros medios de comunicación, el habla política y la vida cotidiana. Todo era proceso de paz por aquí, proceso por allá. Se extendió la imagen de que vivíamos un periodo consistente, con comienzo y final, debidamente controlado o que se autorregulaba por una suerte de necesidad histórica: desembocaría en la dicha.

La construcción imaginaria del proceso de paz como etapa histórica predefinida tuvo efectos peculiares. Se creyó en él o se exigió la creencia. Al modo religioso. Cualquier iniciativa que escapase al argumento quedaba descalificada como herejía opuesta al proceso de paz, que por unos años alcanzó la apariencia de un ente personalizado, que exigía pleitesía. Acabó desvaneciéndose, sin responso final. El artificio tiene la ventaja de que a veces el discurso lo resucita, como si siguiésemos en el mismo ciclo. Siempre tuvo un doble inconveniente: que cada uno entendía a su modo «la paz» (fin del terrorismo, avances soberanista, etc.) y que nunca quedó claro en qué consiste la idea de proceso, que no es revolución, evolución ni lo contrario, aunque se intuía que era estar en marcha.

Sólo hemos vivido un acontecimiento histórico al que se le dio a priori un nombre que cristalizó: la transición. Es un caso único, porque el concepto (opuesto a continuidad y a ruptura) se acuñó antes y porque empezó y concluyó, sin grandes aspavientos ni disgustos. Lo último resulta sorprendente, habida cuenta la mala uva subyacente que aflora tres décadas después y que no parece nacida de generación espontánea.

La transición es el único bautizo prenatal cuyo nombre ha sobrevivido. Tiene prestigio incluso entre sus detractores, a los que les encantaría impulsar una ‘segunda transición’, llamando así una nueva fase antes de que empiece. Después querrían la tercera, pero lo importante es que, aun a la contra, a la idea de transición se le otorga categoría.

Así deben de pensar los catalanistas, que también han puesto nombre a las convulsiones que se recetan antes de que empiecen. Han elegido «transición nacional», que tiene su inri. Cabe todo: lo único que queda claro es que transitan. No dicen ruptura independentista, transfiguración catalana o despedida y cierre. Lo han bautizado críptico, sin definir la criatura: ni el sexo ni el estado civil. Sobre la etérea diafanidad de tal ser han creado un asombroso Consejo Asesor de la Transición Nacional, que va previendo las menudencias aunque se le olvida lo fundamental: qué nación quedará tras transitarla con tantos frenesís y cartas a Merkel y demás.

Los catalanes son de transiciones y los vascos somos más de procesos. De ahí que la izquierda abertzale –que es el sector creativo de la cosa vasca, para qué vamos a engañarnos, los demás suelen estar a verla venir– quiera impulsar un «proceso democrático». Todavía no han logrado que el nombre traspase fronteras, pero no sería la primera vez. Quieren expresar su deseo de una democracia posdemocrática, construida sobre su «resolución del conflicto» y «reconocimiento de Euskal Herria». No tiene Consejo Asesor (que se sepa), pero llega con un arsenal de conceptos propios: reconocimientos sinceros, nuevo escenario, democracia auténtica…

Lo de dar nombre a ciclos históricos antes de que sucedan no suele funcionar. Tienden a evanescerse sin pena ni gloria. Sólo funcionó con la transición y quizás por casualidad. No es como el fútbol, lleno de anticipaciones. A la «era Bielsa» sigue «la era Valverde» y así sucesivamente. Tal carga metafísica no se da en la política, aunque prevea ciclos trascendentes en los que se imaginan hazañas históricas que luego la historia no reconoce. La ilusión cuenta sólo mientras cuenta.