Bizkaia

España no se romperá mientras funcione nuestro eficaz e intuitivo servicio de Correos. Cuando escribo a los amigos vascos, pongo en el sobre, por ejemplo, Fulanito de Tal, Polígono de Lakua (Patatistán). Y llega.

HAY quien cree necesario resistir a la oficialización de los nombres eusquéricos de las provincias vascas en aras del patriotismo español. No es para tanto. Lo que va a resultar decisivo, a fin de cuentas, es la resistencia pasiva o la simple continuidad de los hábitos de varios cientos de millones de hispanohablantes que no se darán por enterados de las sandeces parlamentarias de por aquí y seguirán escribiendo Vizcaya, Guipúzcoa y Álava como siempre se ha escrito en nuestra lengua común. En realidad, no como siempre, pues formas como Biscaya o Lepúzcoa eran frecuentes todavía a finales de la Edad Media, sino como lo prescriben las convenciones ortográficas dominantes desde hace varios siglos. Por mi parte, cuando escribo en vascuence, me atengo a la ortografía habitual en su lengua literaria normalizada (Bizkaia, Gipuzkoa, Araba), tan legítima como la española, sin que ello suponga merma ni aumento de mi españolidad ni de mi vasquidad, ambas poco castizas.

Biscaya, una grafía en total desuso desde el Siglo de Oro, me parece, sin embargo, bastante razonable. En primer lugar, porque es la más cercana a las que utilizan las lenguas europeas de cultura (Biscay, Biscaye, etcétera). Por otra parte, implica reminiscencias de un episodio curioso de nuestra historia cultural. Entre los siglos XV y XVII corría por España la especie de que los vascos descendían de judíos indultados por Tito tras la destrucción de Jerusalén, y de ahí su denominación general de biscaínos o biscaínes, «dos veces Caínes» o «doblemente Caínes», porque mataron a Abel y a Cristo. Los infamados replicaban que su nombre original era biscanes, «doblemente canes», por su proverbial fiereza. Sus detractores redargüían que tal etimología confirmaba lo ya dicho: «Doblemente perros, perros moros y perros judíos», irritando hasta el extremo a los vascos, una de las comunidades más judeófobas de la Europa moderna. Entre las primeras frases eusquéricas impresas a este lado del Pirineo, figura Ago yxillic, juduori/ judu chacurrori. O sea, «cállate, judío,/ perro judío» (Martín de Santander, Comedia llamada Rosabella, 1550). No es un timbre de gloria para la lengua vasca, aunque en su descargo hay que decir que cristianos, moros y judíos se trataban unos a otros de perros hasta para darse los buenos días.

Lepúzcoa está demasiado lejos de la forma actual (que es la misma en vasco y español, a pesar de las diferentes ortografías), pero, de ponerse de nuevo en vigor, tendría la ventaja de evitar que los escolares españoles llamen jipuzcoanos a los naturales de la Provincia por antonomasia, lo que ocurrirá si la nueva denominación oficial, Gipuzkoa, se impone en los libros de texto. Lepuzcoano suena menos cacofónico. Aunque lo esperable es que les sigamos llamando guipuches o guipuchis, corrupción expletiva de un antiguo guipuzesya documentado en la carta de Hernando del Pulgar al cardenal Rodrigo de Mendoza (1482). Hay otra forma anterior: «Lepuz, sin bragas so el capuz», se decía en Castilla aludiendo a la pobreza de los naturales de «aquella fertilidad de Axarafe y abundancia de campiña». Bastante donde elegir, como se ve.

En fin, no pasa nada. España no se romperá mientras funcione nuestro eficaz e intuitivo servicio de Correos. Cuando escribo a los amigos vascos, pongo en el sobre, por ejemplo, Fulanito de Tal, Polígono de Lakua (Patatistán). Y llega.

Jon Juaristi, ABC, 20/2/2011