Cambio, segunda parte

 

El llamamiento moral del lehendakari a que cada ciudadano piense qué está dispuesto a hacer por el país no encaja en una sociedad que desea una política más laica: que se desprenda de la sobrecarga identitaria (Ibarretxe), pero también de las admoniciones que, expresadas desde el púlpito institucional, suponen una transferencia de responsabilidad de las instituciones a la ciudadanía.

El entorno del lehendakari López ha evidenciado durante las tres o cuatro últimas semanas una excesiva prisa por romper con la atonía que parecía desprenderse de su acción de gobierno. No queda claro si el Gobierno vasco y el partido al que pertenecen sus integrantes han tenido el tiempo y el sosiego suficientes como para diagnosticar qué les pasa. Más bien da la impresión de que, como tantas veces ocurre en política, los socialistas llegaron precipitadamente a la conclusión de que tienen un problema de comunicación y poco más. Conclusión inducida con demasiada frecuencia por los comentaristas de la corte. Aunque para ponerse las pilas no hace falta alcanzar eso que ya resulta tan etéreo de «la iniciativa política». Para ponerse las pilas es suficiente con actuar con una intención clara, sin confundir ésta con lemas y eslóganes. De lo contrario se acaba comunicando lo que sea a impulsos; incluso a borbotones.

Hace diez días el lehendakari anunció un debate que anteayer convirtió en una declaración programática solemnizada; lo cual obliga a preguntarse por qué entonces anunció un debate nada menos que sobre el modelo de sociedad y de país. La mencionada declaración programática parece acertada en su idea inicial: la naturaleza del cambio propuesto va más allá de hacer realidad la alternancia y de acabar con los márgenes de impunidad en los que venían moviéndose los adláteres de ETA. Pero esta segunda parte del cambio, presentada el pasado jueves por el lehendakari a los altos cargos de la Administración autonómica, se ha mantenido en el circuito informativo durante menos de veinticuatro horas.

Resulta sugerente la frase de que se trata de pasar «de un Gobierno de actuaciones a un Gobierno de resultados». Pero los responsables del Ejecutivo serán los primeros en darse cuenta de que no hay resultados sin actuaciones, sin realizaciones. El llamamiento moral a que cada ciudadano piense, emulando a Kennedy, qué está dispuesto a hacer él por el país no tiene fácil cabida en una sociedad que ha dado muestras de desear una política más laica. Y una política más laica no es sólo aquella que se desprende de la sobrecarga identitaria que comportaba el mensaje de Ibarretxe. Una política más laica ha de renunciar a las admoniciones que, cuando se expresan desde el púlpito institucional, suponen una transferencia siempre discutible de responsabilidad de las instituciones hacia la ciudadanía. Y ello cuando la sociedad vasca tiene razones para mostrarse medianamente satisfecha de cómo funciona.

Puede que tanto los responsables del Gobierno como los dirigentes socialistas se sientan -o necesiten sentirse- acosados por una oposición implacable, rabiosamente deseosa de que fracase y con estrépito. Pero quizá sea más acertado concluir que, en realidad, el Gobierno de Patxi López no tiene oposición. O cuando menos no la ha tenido hasta la fecha. Los meses que el PNV precisó para olvidarse de la teoría del «golpe institucional» fueron los que mejor contribuyeron al asentamiento social del nuevo Ejecutivo. El hecho de que los jeltzales se viesen al final obligados a suscribir el pacto de estabilidad presupuestaria de las instituciones confirmó su inicial desvarío. De manera que han limitado su contestación a la crítica de los afanes propagandistas del Gobierno de López -un indicio más de que el problema casi nunca es de comunicación-, y a la negación que su política representaría de las esencias del pueblo vasco.

Frente a esto, uno de los mayores peligros que corre el Gobierno socialista es el de entusiasmarse con el descubrimiento de una identidad alternativa a la nacionalista; sería la identidad progresista, la de «las personas de bien», la de «los vascos del siglo XXI» concebida, inevitablemente, en un sentido excluyente. El acto en el que el lehendakari López expuso su declaración programática se convirtió en un mosaico de rostros entre emocionados y aliviados. Pero convendría tener en cuenta que esas expresiones de alegría eran directamente proporcionales, en su ensimismamiento, a la desazón que había cundido entre los cuadros socialistas de dentro y de fuera del Gobierno a raíz del Euskobarómetro.

El otro gran riesgo que corre el Ejecutivo es el de creerse que el cumplimiento de sus obligaciones pasará a formar parte del mérito que la sociedad vasca reconocerá a los socialistas. El relato más elaborado de la declaración programática del lehendakari lo constituye el capítulo dedicado al sistema público de salud. Pero su contenido, esbozado por el consejero Bengoa incluso antes de tomar posesión de su cartera, parte de una revisión tan ineludible de Osakidetza que no sería bueno que los socialistas lo interpretasen como un hallazgo genial. Sobre todo porque el problema que suscita tal revisión se refiere a cómo se financia -es decir, a quién contribuye a- la cobertura de la cronificación de las patologías derivada del envejecimiento de la población. A lo que sería necesario añadir el interrogante de dónde se fija la línea de separación entre el coste sanitario de ese envejecimiento y su gasto en términos de servicios sociales. Los resultados que el lehendakari López quiere obtener no sólo precisan de actuaciones previas; sino que los límites de la política y de la economía podrían empujarle a actuar, sin más.

Kepa Aulestia, EL CORREO, 16/1/2010