Cobardes y rebeldes frente al mal

ROGELIO ALONSO, ABC – 25/07/14

Rogelio Alonso
Rogelio Alonso

· Gracias a su socialización en la subcultura de la violencia los etarras y muchos de sus familiares glorifican el asesinato atribuyéndole una lógica a su inhumanidad. Lo hacen a través de una venenosa ideología nacionalista que pretende justificar la brutal violación de los Derechos Humanos.

Como dijo el Che, a los revolucionarios nos guían grandes y profundos sentimientos de amor por el género humano». Así pervertía el significado de las palabras Arnaldo Otegi en la carta de recuerdo a su madre, fallecida en mayo. Utilizaba su muerte como un instrumento más de propaganda para humanizar el rostro del criminal en permanente campaña. Apelando a las emociones que suscita la pérdida de una madre, politizaba la figura materna vinculándola con un proyecto político sustentado en el asesinato de seres humanos. Lo hacía con un lenguaje diseñado, como escribió George Orwell, para hacer verdadera la mentira y respetable el asesinato. La antítesis de un miembro del IRA al reconocer la vileza del terrorismo y sus coartadas: «Quienes nos creímos revolucionarios solo fuimos los mayores criminales de Irlanda».

El exhibicionismo de Otegi invita a pensar en los sentimientos de la madre hacia ese hijo cobarde carente de la dignidad y la hombría necesarias para condenar el terrorismo de ETA, como exige el auténtico amor por el género humano al que apelaba. Como escribió Amos Oz, el fanatismo puede inhibirse o alimentarse en el hogar. Desconocemos si a lo largo de su vida la madre confrontó en algún momento al hijo con una mezquina condición humana como la que encarna quien es capaz de legitimar el asesinato de sus conciudadanos. Sí sabemos que en público jamás se escuchó a la madre expresar repudio y vergüenza por el hijo connivente con el asesinato de hombres, mujeres y niños, como sí hicieron los padres del etarra Oskar Barrera en 1997. En una carta a los familiares del policía Luis Samperio, asesinado por Barrera, escribieron: «Suplicamos, rogamos, pedimos con todas nuestras fuerzas nos perdonen. Siempre hemos tratado de inculcar a nuestro hijo sentimientos contrarios a los que le han llevado a todo esto, pero la desgracia quiso que no fuéramos atendidos por él». «Que Dios les de la virtud del perdón. Mientras nosotros compartimos con ustedes este dolor toda nuestra ya marcada vida», concluían los progenitores del asesino asumiendo el estigma de la violencia, la ausencia de honorabilidad inherente al terrorismo etarra.

Gracias a su socialización en la subcultura de la violencia los etarras y muchos de sus familiares glorifican el asesinato atribuyéndole una lógica a su inhumanidad. Lo hacen a través de una venenosa ideología nacionalista que pretende justificar la brutal violación de los Derechos Humanos y neutralizar la culpa por semejantes atrocidades. Dotando de una moralidad subjetiva a la absoluta inmoralidad que el terrorismo constituye evitan cuestionar los dogmas con los que el fanatismo nacionalista racionaliza la ilegitimidad de ETA. La motivación política de sus crímenes intenta encubrir el odio hacia los ciudadanos no nacionalistas que guía la trayectoria vital de individuos como Otegi.

Todavía se retroalimenta esa perversión en una sociedad en la que el terrorismo no se ha deslegitimado con rotundidad en todas las esferas. Uno de los factores que explican la larga duración del terrorismo radica precisamente en ese salvaje orgullo expresado por muchos familiares de etarras. Permanece esa enfermedad en la sociedad vasca revelando peligrosos riesgos y amenazas que algunos subestiman. Ese escenario interpela a quienes erróneamente se conforman con el fin de la violencia física. Se mantienen sin embargo los efectos de las estrategias de violencia piscológica aplicadas durante décadas en una sociedad en la que el terrorismo aún condiciona creencias, actitudes y comportamientos.

Por eso es engañosa la normalidad que hoy vive el País Vasco, pues una minoría sigue reivindicando los crímenes cometidos mientras una parte significativa de la sociedad, con el Gobierno vasco a la cabeza, le brinda a ETA una contextualización que termina legitimando el terrorismo. Se apela injustamente a una falseada reconciliación que reclama que las víctimas del terrorismo y sus verdugos compartan culpas y responsabilidades. Quienes aplaudieron el terrorismo son agasajados como auténticos demócratas a los que muy pocos exigen rendir cuentas por sus graves responsabilidades ante la sociedad. Muchos políticos, periodistas y ciudadanos han renunciado a la denuncia ética que requiere el blanqueamiento de quienes jalearon y aún justifican el asesinato, aunque ahora no lo propugnen por motivos tácticos. Ocupan con profusión espacios políticos, sociales y mediáticos quienes siguen sin tener la decencia de deslegitimar el asesinato. Lo hacen sin apenas crítica, imponiendo su relato, y sin que se valore el descrédito que ello supone para sus víctimas y para la sociedad en su conjunto.

Frente al odio y el rencor del terrorista se erige la dignidad valiente de las víctimas que aquel intenta ocultar y suplantar. Con ese fin, en la carta a su madre Otegi incidía en mensajes afectivos que engañosamente asocian el asesinato con una causa romántica. Por eso resulta devastador para el fanático que utiliza a su madre como un arma más de su arsenal propagandístico colocarle frente al espejo de las madres de las víctimas del terrorismo, que jamás han inoculado el odio hacia sus agresores; madres que han educado a sus hijos en el respeto a los valores democráticos y los derechos fundamentales a pesar de la injusticia que se les ha infligido; madres rebeldes que con valentía han desafiado a quienes cobardemente les amenazaban.

Concepción Martín, viuda del teniente coronel Blanco, es una de ellas. Cuando ETA asesinó a su marido en 2000, sus hijos tenían 10 y 15 años. «Esa bomba no solo estalló en la calle Pizarra de Madrid, estalló en el centro de nuestro hogar lanzándonos a cada uno en una dirección», relató en el juicio a los asesinos. Lo hizo con una voz serena, admirable, como en 2003 durante una conferencia en Bilbao: «Sé por experiencia propia que duele mucho la ausencia, que desistir es una tentación, que el miedo es una poderosa razón, pero yo soy ante todo una mujer del Ejército, yo he sido forjada en la rectitud, en la obediencia, en mirar hacia delante, avanzar, siempre avanzar hacia delante, a veces hay que replegar, pero siempre hay que avanzar hacia delante». Rosa Mundiñano, viuda de Jesús Ulayar, asesinado por ETA en 1979, crió a cuatro hijos huérfanos de padre. María Nieves, una de ellos, escribió: «Puedo sentir rabia, impotencia, injusticia o incomprensión, pero gracias a la fe que mi padre me enseñó no siento odio». A sus propios hijos los ha educado «sin sembrar el rencor en sus corazones» para que sepan «quién y cómo fue su abuelo, su aituna, y cómo murió víctima del odio y del terror».

Josefina Saavedra, viuda del guardia civil Ricardo Couso, asesinado por ETA en 1991, declaraba en 2007: «Cuando asesinaron a mi marido, a la puerta del colegio de mi hijo, estaba delante el niño, que tenía nueve años. Le vaciaron el cargador en el cuerpo. Siete balas. La primera imagen que ve todos los días al despertarse es la de su padre, tiroteado». Y concluía: «Mis hijos no sienten odio, pero sí afán de justicia». Pilar Ruiz Albisu, madre de Joxeba Pagaza: «Quienes lloramos a los muertos hemos renunciado a vengarnos. Como sociedad no aplicamos la pena de muerte ni la cadena perpetua. Es la prueba de la inmensa generosidad de nuestra sociedad. A mi hijo lo asesinaron, como al resto, para doblegarnos. Para que en el País Vasco los no nacionalistas traguemos poco a poco lo que desean los nacionalistas vascos. Y con buena cara, sin echarles en cara a los asesinos que lo son».

Descanse en paz la madre de Otegi, pero sin negarles a las víctimas de ETA toda la paz y toda la justicia que merecen, como ocurrirá si se borra del pasado, del presente y del futuro la responsabilidad de quienes asesinaron y de quienes nada hicieron por impedirlo.

ROGELIO ALONSO, ABC – 25/07/14