Con nuestra vida en sus manos

Fernando García de Cortázar
Fernando García de Cortázar

FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR, ABC 26/01/14

· Si la historia la escriben los vencedores, los terroristas habrán vencido al escribir nuestra historia. Y el pasado de España se agolpará en nuestra boca con el sabor a ceniza de todo un tiempo en vano. Y el pasado de España temblará en nuestros ojos con el sabor a pérdida de las lágrimas secas.

«Que se libre a mis restos de una sacrílega autopsia; que se ahorren de buscar en mi helado cerebro y en mi apagado corazón el misterio de mi ser. La muerte no revela los secretos de la vida». Chateaubriand iniciaba sus Memorias con esta advertencia: lo que quedara de su cuerpo sin espíritu de nada podía servir para explicar el significado de su existencia. Pero si la materia inerte nada nos dice ya del alma, de la conciencia de vivir, las circunstancias de la muerte pueden dar cuenta de nuestra condición de hombres, de nuestra sustancia de seres únicos alzando su integridad sobre la tierra y la historia.

Líbrennos nuestra inteligencia y nuestro sentido del ridículo del fervor romántico que idealiza la muerte heroica en una desquiciada fe de vida. Líbrennos nuestra lucidez humanista y nuestro culto a la razón de confundir la arrogante exhibición de la autenticidad con la humilde búsqueda de lo verdadero. Nada tenemos que ver con quienes, acostumbrados a convertir la vida en la pieza descartable de ideologías extremistas, han posado sobre nuestro tiempo el orden deforme de un firmamento inmoral. Sólo sentimos repugnancia de quienes han creído que el futuro había de edificarse sobre los escombros de la muerte, sobre el sacrificio de los inocentes y sobre los escenarios donde la sangre oficia el sucio ritual de los verdugos y de las víctimas.

Desde la convicción de la dignidad intrínseca de la vida, de su finalidad en sí misma, de la negativa a aceptar su validez relativa, algunas ocasiones nos obligan a hacer una pausa en nuestro camino. Pocos días atrás, en una localidad del norte de Pakistán, un adolescente de catorce años, Aitzaz Hasan Bangash, detuvo a un terrorista talibán que pretendía detonar una carga explosiva en el interior de su escuela. Sólo pudo hacerlo abrazándose a él y provocando un estallido prematuro, que permitió evitar la masacre que iba a producirse entre los estudiantes reunidos en aquel momento en una asamblea. Bangash había tratado de disuadir al terrorista gritándole y arrojándole piedras, pero al final no tuvo más recurso que entregar su propia vida. La donación de una existencia tan joven aún, el sacrificio temprano nada tuvo que ver con la decisión de morir ni con el deseo de matar. Por el contrario, fue una prueba de respeto al ser humano, una forma de afirmar el privilegio de vivir. Fue uno de esos actos en los que la humanidad entera justifica su existencia en el mundo, su necesidad de tomar una opción moral, la exigente, irrevocable y preciosa condición de nuestra libertad.

Esta decencia limpia, este coraje humilde nos incumbe a nosotros, los españoles, con especial dureza en estos días. Porque han aparecido de nuevo los asesinos, los pistoleros, los verdugos, posando orgullosamente en el congruente espacio de un antiguo matadero de Durango. Ellos han protagonizado una de las historias más pavorosas sufridas por Europa en la segunda posguerra mundial. En los reportajes que han cubierto su insultante manifiesto, hemos podido ver el rostro de quienes también tomaron una decisión. Hemos visto la tiniebla podrida de sus ojos, la corrupción de su sonrisa descompuesta, el aliento estancado de su voz. Hemos visto a quienes son ya, para siempre, imagen de la muerte. Decidieron que el crimen formara parte de nuestra existencia, segregaron el temor en el aire de nuestras calles, diezmaron el paisaje de nuestra patria. No solo provocaron un daño irreparable en asesinatos que zanjaron vidas con derecho a ser vividas. Nos condenaron a existir en una libertad condicional, a la indignidad del dolor inútil, a la vejación de nuestro miedo a ser asesinados. Nos obligaron a incorporarnos a diario con toda nuestra muerte a cuestas, nos sometieron al cautiverio de una teogonía infame, en la que a ellos correspondía escribir nuestro destino y a nosotros sólo cabía cumplirlo con una irrenunciable dignidad.

Pero ahora, además, nos fuerzan a convivir con su monstruosa existencia. Tenemos que aguantar la obscenidad de su presencia en las instituciones. Tenemos que soportar la humillación suprema de pagarles el sueldo. Ahora pretenden que la calidad de nuestra democracia y la virtud de nuestro civismo se midan por la capacidad de negar lo que ha ocurrido. Ahora reivindican que, después de haber condenado a muerte a nuestros amigos, a nuestros familiares, a nuestros compatriotas, los condenemos al olvido. Ahora nos arrebatan también el recuerdo, intentan inventar un pasado sin víctimas ni verdugos, un tiempo sin moral, reducido a los contextos atenuantes y las circunstancias absolutorias. Si la historia la escriben los vencedores, los terroristas habrán vencido al escribir nuestra historia. Y el pasado de España se agolpará en nuestra boca con el sabor a ceniza de todo un tiempo en vano. Y el pasado de España temblará en nuestros ojos con el sabor a pérdida de las lágrimas secas.

En nuestro propio suelo, con el permiso concedido por una autoridad que desdeñan, refugiándose en la protección de un Estado que rechazan, los asesinos tratan de establecer las condiciones políticas de nuestro futuro, pero también de perfilar las dimensiones morales de nuestra existencia. La redención de su pena será la aniquilación de nuestra legítima tristeza. La relativización de su crimen será aceptar la validez relativa de sus víctimas. Ninguna nación ha puesto a prueba las bases fundacionales de su cultura de este modo. A ningún terrorista de un país occidental se le habría ocurrido que las instituciones parlamentarias, los partidos, las garantías jurídicas y la simple decencia cívica de una comunidad podrían tomarse en serio tales pretensiones. Porque no definen solamente la catadura criminal de los asesinos que las proclaman, sino que también determinan la calidad democrática de la sociedad que las atiende.

Muy lejos de aquí, un adolescente entregó su vida para que cientos de muchachos de su edad pudieran vivirla enteramente. Bangash creció en una zona del planeta en la que la vida puede llegar a valer muy poca cosa, en que cada día que pasa es un tiempo ganado a la extinción. La vida no es un hecho rutinario, no transcurre con la inercia de lugares favorecidos por el bienestar y la libertad. La vida es voluntad de existir, pero no a cualquier precio. La grandeza del acto moral es que se basa en la posibilidad de escoger algo más fácil, pero menos bueno.

Lo que nos hace hombres es esa decisión que adquiere sus rasgos más intensos en circunstancias como las que nos ha ofrecido Bangash. En presencia del verdugo, él escogió ser la víctima, no por desprecio de su propia vida, sino por el amor a todas las que salvaba. Y, probablemente, habitando un lugar de tal dureza, por puro y simple amor al milagro de vivir. En el momento de tomar tan grave decisión, en el momento de dar ejemplo, este adolescente tuvo la vida de todos los hombres en sus manos. En su cuerpo destruido, vibró lo mejor de cada uno de nosotros. En su corazón desmantelado sobrevivió nuestra esperanza. En su sangre vertida tomó impulso nuestra definitiva fe en la bondad del hombre. Como lo escribió Cernuda, en la aspereza implacable del exilio: «Recuérdalo tú y recuérdalo a otros. Uno …uno tan sólo basta como testigo irrefutable de toda la nobleza humana».

FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR, ABC 26/01/04