Contra la Historia

 

Mientras la Constitución europea habla de futuro compartido de los pueblos, la propuesta Ibarretxe lo hace del derecho de autodeterminación; donde la Constitución proyecta la sustitución de la hegemonía de unos pueblos sobre otros por proyectos comunes, el estatuto Ibarretxe traza para el pueblo vasco un camino diferenciado del resto de pueblos de España.

El principio de año ha hecho coincidir casualmente, si es que alguien cree que en política existen las casualidades, el debate sobre dos proyectos políticos, divergentes y profundamente antagónicos: la Constitución europea y el plan Ibarrexte.

Dos proyectos diferentes por su forma de elaboración, fruto la Constitución de un arduo consenso trabajosamente logrado entre los Estados firmantes, y producto el plan Ibarretxe de una votación por escasa mayoría y con discutibles apoyos; diferentes también por la vocación integradora de una frente a la confesada voluntad disgregadora del otro; diferentes, y muy principalmente, por los valores políticos, éticos y culturales que impregnan uno y otro texto.

Cuando el ministro de Exteriores francés Robert Schuman, recogiendo las ideas de Jean Monnet, impulsó la creación de la Comunidad Económica del Carbón y del Acero (CECA), embrión que daría posteriormente lugar al Tratado de Roma de 1957, fundador de la Comunidad Económica Europea, trataba de poner fin a un conflicto y a una visión de éste que había contribuido a la catástrofe de dos guerras mundiales. Frente a la Europa de los nacionalismos en permanente conflicto en pos de la hegemonía continental, el Tratado de Roma, el Acta Única Europea de 1986, el Tratado de la Unión Europea de Mastrich, antecedentes de la Constitución europea, se inspiraban en el principio de que sólo la existencia de instituciones políticas y económicas comunes entre los pueblos de Europa podría evitar nuevos y terribles conflictos.

Esta inteligencia política se refleja claramente en el preámbulo constitucional cuando proclama que los pueblos de Europa están decididos a superar sus antiguas divisiones y, cada vez más estrechamente unidos, a forjar un destino común, como único camino para, tras las dolorosas experiencias pasadas, avanzar por la senda de la civilización, el progreso y la prosperidad.

Este destino común, como también dicen el preámbulo constitucional y su primer artículo, se cimienta en los valores de pluralismo, no discriminación, tolerancia, justicia, solidaridad e igualdad entre hombres y mujeres, y se inspira en los derechos inalienables de la persona humana, la democracia, la igualdad y el Estado de Derecho.

Nada hay de esta voluntad de un destino común para la consecución de los grandes principios de libertad, solidaridad y justicia en el proyecto nacido del plan Ibarretxe.

Si el alma de una norma es su preámbulo, bastaría comparar los de ambos proyectos para visualizar hasta qué punto se inspiran en principios y valores claramente divergentes.

El preámbulo de la Constitución europea parte de valores universales, de los derechos inviolables e inalienables de la persona humana, la democracia, la igualdad, la libertad y el Estado de Derecho para avanzar por una senda común, para ahondar en el carácter democrático y transparente de la vida pública y obrar en pro de la paz, la justicia y la solidaridad en el mundo.

El preámbulo del proyecto Ibarretxe ignora estos valores: ninguna referencia a la paz, a la solidaridad, a la igualdad o al Estado de Derecho. La única referencia a la democracia es para calificar la voluntad de los vascos para autodeterminarse y, desde luego, ninguna referencia a los valores compartidos con los otros pueblos de España a los que el País Vasco ha estado unido milenariamente.

Mientras que la Constitución europea habla de futuro compartido de los pueblos, la propuesta Ibarretxe lo hace del derecho de autodeterminación; donde la Constitución proyecta la sustitución de la hegemonía de unos pueblos sobre otros por proyectos comunes, el estatuto Ibarretxe intenta trazar para el pueblo vasco su propio camino diferenciado, separado y probablemente incompatible con el de los demás ciudadanos del Estado; mientras que la Constitución propugna la igualdad, en el Estatuto se reclama expresamente la asimetría.

Sólo un derecho de los ciudadanos se proclama en el preámbulo del proyecto del Estado libre asociado, el derecho de autodeterminación. Y probablemente ninguno más contrario a los principios que inspiran la Constitución europea, pues el destino común que la justifica se ha ido forjando desde la comprensión política de que sólo a través de instituciones políticas comunes podían solucionarse conflictos enraizados en la Historia europea; y precisamente la falta de estas instituciones comunes para resolver los conflictos era lo que generaba y producía nuevos enfrentamientos. La construcción de estas instituciones comunes, cediéndoles soberanía, implicaba que los distintos pueblos que integran el continente debían renunciar sustancialmente a su capacidad de autodeterminarse, asumiendo un proyecto colectivo al que se transfieren elementos fundamentales de esa capacidad de autodeterminación.

Porque, en definitiva, esta voluntad de renunciar al derecho de autodeterminarse de cada uno de los pueblos en pro de espacios políticos comunes ha sido permanente en el espíritu humano para buscar la solución a los conflictos: para superar en un principio los enfrentamientos tribales, más tarde los enfrentamientos de las ciudades- Estado, posteriormente de los reinos feudales y por fin de los Estados nacionales. Son esas dolorosas experiencias, esos terribles conflictos, los que la Constitución europea trata también de superar para hacer posibles cuotas cada vez más amplias de libertad, de desarrollo y bienestar.

Imprescindible renuncia, por lo tanto, a aspectos sustanciales de la capacidad de autodeterminarse. E imprescindible renuncia a la búsqueda de hegemonías económicas separadas porque la Constitución europea sostiene un espacio económico común para todos. Ello ha requerido entender que el bienestar de un pueblo no provenía de su hegemonía sobre los demás, o de la conquista y la pugna por nuevos y exclusivos espacios económicos, sino de la distribución racional de la riqueza entre todos los pueblos, porque un futuro común de riqueza garantizaba más bienestar para todos que aquél que podía conseguir cada uno de los pueblos conforme a sus propios medios, en pugna con los demás.

Todos estos principios son los que en definitiva niega el plan Ibarretxe. Un plan de unos pocos contra todos, semillero de conflictos y de confrontaciones insolidarias.

Como decía al principio, las casualidades son poco frecuentes en la Historia. La presentación ahora del plan Ibarretxe responde a que en el futuro de los pueblos de Europa, en los proyectos de futuro que están diseñando los ciudadanos europeos, no caben planteamientos tan arcaicos. El nacionalismo vasco lo sabe, pero quiere creer que todavía ahora, antes de la consolidación de una verdadera conciencia europea y de sus instituciones constitucionales, tiene alguna posibilidad de engancharse a la Historia, sin querer darse cuenta de su absoluto aislamiento en la realidad política del continente, sin querer entender que su problema es que ya hace mucho tiempo que sus proyectos insolidarios han sido superados, porque se enfrentan a la modernidad y a la Historia.

Javier Martínez Lázaro es vocal del Consejo General del Poder Judicial, delegado para el País Vasco.

Javier Martínez Lázaro, EL CORREO, 20/1/2005