Después del 11-S

La trágica aventura de Irak ha dejado al descubierto las tremendas insuficiencias de una política imperial guiada por la confianza en el destino manifiesto de Estados Unidos y la legitimidad consiguiente para imponerse mediante el uso de la fuerza. Legitimidad reforzada hasta el extremo por el sentimiento de víctima después de los atentados del 11-S. Sin la legalidad internacional es ya claro que nada razonable puede hacerse, aun cuando sea muy trabajoso seguir ese camino.

En la más que discutible película colectiva sobre el 11-S, Ken Loach evocaba otro 11-S: el que hace treinta años acabó con el Gobierno democrático de Salvador Allende en Chile por medio de un sangriento golpe militar. Como siempre en el discurso crítico de Loach había una sobrecarga, que en este caso llevaba a buscar indirectamente una explicación al acto de megaterrorismo de Al-Qaida evocando la colaboración decisiva de los servicios secretos y de la diplomacia norteamericanos con la insurrección armada. Pero también hay un fondo que no cabe menospreciar: el papel de Estados Unidos en la creación del orden o del desorden en la esfera internacional.

La referencia a Ken Loach importa, porque se trata de un sentimiento ampliamente compartido, especialmente en medios musulmanes y entre gentes de izquierda. Recuerdo en especial un artículo publicado unos días después de la catástrofe en El Mundo por el ex rector Martínez Montávez: el atentado habría sido un acto de barbarie, pero también la historia de la política estadounidense está sembrada de actos de barbarie. Cierto, pero por esa regla de tres siempre hay ‘otro’ que justifica los crímenes de nuestros amigos. Si Pinochet actuó brutalmente en nombre de la contrarrevolución, lo mismo hicieron en 1968 las fuerzas del Pacto de Varsovia en Praga. Si Hitler produjo el Holocausto, más víctimas causó Stalin, y a la inversa.

La lectura ha de hacerse de otro modo. Los crímenes contra la Humanidad, las violaciones de los derechos humanos, los asaltos a la democracia han de ser juzgados en sí mismos, al margen de las estimaciones que pueden y deben hacerse sobre las conductas de gobiernos y políticos. La crisis palestina ofrece un ejemplo bien claro de esa necesidad de distinguir y ponderar. Los gravísimos abusos cometidos por Sharon coexisten con la ambigüedad de Arafat respecto de las estrategias de los grupos terroristas. En consecuencia, la condena del terrorismo de Estado israelí es compatible con el rechazo de los atentados patriótico-islámicos de Hamas y otras organizaciones. Lo opuesto al infierno no es aquí el cielo, sino otro infierno, y en ningún caso el fin de combatir al ocupante justifica los atentados contra civiles. Por el mismo motivo, la condena de la matanza del 11-S en Manhattan ha de ser inapelable y resulta inmoral e incluso erróneo buscarle atenuantes o eximentes.

Ahora bien, esa misma exigencia de clarificar obliga a rechazar el intento de Bush y sus corifeos de legitimar toda actuación política norteamericana a partir del 11-S por el argumento del ángel vengador. De entrada, una vez alcanzado este punto conviene recordar que en la escena internacional no hay ángeles y que en gran número de ocasiones por añadidura si Estados Unidos asumió el papel de ángel fue de ángel del mal, creador de la injusticia y del caos, no siendo precisamente la invasión de Irak una ocasión destinada a invalidar ese juicio pesimista.

El recuerdo de Chile resulta imprescindible. Admitamos que había fracasado el ensayo de Allende para dirigirse al socialismo por la democracia, y que las tensiones en la sociedad chilena eran altísimas, con la serpiente que se mordía la cola: la gestión económica populista tenía altos costes económicos y estos se agravaban por la actitud intransigente del capitalismo nacional e internacional. Al avanzar los años 70, los días del keynesianismo y de las políticas de redistribución a ultranza tocaban a su fin. Pero nada indicaba que Allende estuviera dispuesto a provocar una guerra civil o una dictadura. La extrema violencia del golpe militar estuvo dictada antes por la conveniencia de aniquilar a un adversario histórico que por la inexistente resistencia de quienes crearan el espejismo contenido en el famoso eslogan de que «el pueblo, unido, jamás será vencido». Y Nixon y Kissinger respaldaron tranquilamente tanto el golpe como el salto ulterior hacia la represión y la dictadura.

Fue un hito particularmente doloroso y significativo en la historia del ‘siglo de los extremos’, que puso de manifiesto como en ninguna otra ocasión que la dureza de la política contrarrevolucionaria de Washington llevaba si era preciso a la destrucción de la democracia. Era un motor de automóvil sin marcha atrás: cuando pocos años después bajo la presidencia de Jimmy Carter se planteó la crisis de Irán, al ser rechazada la propuesta de Zbigniew Brzezinski de la solución habitual, el golpe de los gorilas locales seguido de la represión de masas, la política de Estados Unidos se sumió en la impotencia.

No cabe, en consecuencia, aceptar el dilema planteado hace días por el profesor Ludolfo Paramio, en el sentido de intervencionismo norteamericano o caos mundial. La trágica aventura de Irak ha dejado al descubierto las tremendas insuficiencias de una política imperial guiada por la confianza en el destino manifiesto de Estados Unidos y la legitimidad consiguiente para imponerse mediante el uso de la fuerza. Legitimidad reforzada hasta el extremo por el sentimiento de víctima después de los atentados del 11-S. La espectacularidad del fracaso está en la mente de todos. Hasta Kissinger había recordado que eliminar a Sadam Hussein estaba muy bien, pero que era imprescindible contar de antemano con piezas de recambio para un gobierno post-Sadam. A la imposición transitoria de la fuerza y a la voluntad de sacar de escena a Naciones Unidas ha seguido un desconcierto total, la violación de los derechos humanos y una ocupación militar costosísima y sin horizontes de salida. Resulta, pues, más que justificada la actitud crítica contra el imperialismo ciego del ‘nuevo siglo americano’ y contra sus no menos ciegos acompañantes, entre ellos Blair y Aznar en primera línea. Sin la legalidad internacional es ya claro que nada razonable puede hacerse, aun cuando sea muy trabajoso seguir ese camino. Tal vez por eso la memoria del 11-S ha pasado estos días a segundo plano y en cambio vuelve al recuerdo de muchos el coste de aventuras reaccionarias guiadas por intereses inmediatos como la de Chile en 1973.

Sin la legalidad internacional es ya claro que nada razonable puede hacerse, aun cuando sea muy trabajoso seguir ese camino

Antonio Elorza, catedrático de Pensamiento político en la Universidad Complutense. EL CORREO, 19/9/2003