Diecisiete días

KEPA AULESTIA, EL CORREO – 08/06/14

Kepa Aulestia
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· No son los monárquicos sino los constitucionalistas los que sostienen la Corona.

· En estos momentos, la Corona no necesita hacerse valer como una institución imprescindible, sino simplemente útil.

Los diecisiete días que separan el anuncio de la abdicación de Juan Carlos I de la proclamación del Príncipe Felipe como nuevo Rey van a conceder una notoriedad sin precedentes a la Monarquía y a la Corona. Tanto que el protagonismo que adquieran el padre Rey, el Rey hijo y la Casa que comparten podrían suscitar más críticas que adhesiones a la forma de Estado consagrada en la Constitución y a los únicos que pueden encarnarla: los Borbones.

Esta semana han sido muchas las valoraciones ensalzando el paso dado por el actual Rey como un acto de ejemplaridad que debiera inspirar al conjunto de la vida institucional, también desde el punto de vista de la renovación generacional. Es una lectura sorprendente de lo acontecido, en tanto que presenta la decisión de Juan Carlos de Borbón como algo extraordinario, no porque así pueda considerarse dada su trascendencia histórica, sino porque reflejaría una grandeza moral digna de elogio. Es comprensible que un monárquico convencido y preocupado considere la abdicación como un gesto de generosidad encomiable porque su objetivo final sería el mantenimiento de la Corona. Pero a partir de ahí los encomios se deslizan hacia el papanatismo.

Hace ya bastante tiempo que Juan Carlos I tenía ante sí dos opciones: abdicar o no abdicar. Las opiniones escritas, radiadas o televisadas se han referido a ello a raíz del escándalo Urdangarin, de su accidente cuando fue a cazar elefantes a Botswana, de sus últimas operaciones de cadera, de sus dificultades para mantener una agenda. La opinión pública ha sido aun más mordaz.

Aquel «lo siento mucho, no volverá a ocurrir» se presentó como una muestra ejemplar de autocrítica, pero se produjo cuatro meses después de que la llamada a la ejemplaridad por parte del Rey Juan Carlos en el discurso de Nochebuena de 2011 pareciera anunciar un punto y aparte, que a la postre se quedó en punto y seguido. La inocente tenacidad de la Infanta Cristina y su marido pudo más que la Corona, precisamente porque la característica que distingue a la Familia Real es que no puede deslindar en lo más mínimo la función pública de sus integrantes de su vida privada.

No hay ejemplaridad en la abdicación de don Juan Carlos, que puede ser considerada respetable y adecuada, y coherente desde un punto de vista monárquico. Pero su decisión se ha acercado demasiado al borde de una renuncia o dimisión como para considerarla un gesto desprendido. Es verdad, eso sí, que lo ocurrido promueve por derivación un clima favorable a la reforma constitucional y a la modificación de los usos y costumbres que el poder institucional y partidario mantiene en España, en Cataluña y en Euskadi. Pero la pretendida ejemplaridad se pone aún más en cuestión cuando la Corona tiende a blindarse.

Quince días de notoriedad sin transparencia pueden resultar fatales para la Monarquía. Las prisas por brindar aforamiento a Juan Carlos de Borbón pueden generar más sensación de privilegio que el propio estatus, a compartir con cientos de elegidos y gobernantes. Prisas que inducen más morbo que consideración hacia su figura. Del mismo modo que la sobriedad de los actos de proclamación de Felipe VI, previstos para el próximo 19 de junio, queda en entredicho desde el punto de vista democrático cuando el nuevo Rey tomará posesión de la Jefatura del Estado vestido de militar porque, por las mismas, pasa a ser capitán general de todos los ejércitos.

Hay una explicación protocolaria para ello, pero en ningún caso puede aducirse como razón superior a la que requeriría una interpretación actualizada del artículo 8 de la Constitución, sobre el papel de las Fuerzas Armadas, en su relación con el 62.h, que concede al Rey «el mando supremo» de las mismas. La Monarquía y la Corona corren el riesgo de reivindicarse con un paso hacia delante escenificando la sucesión mediante un par de pasos hacia atrás. Los diecisiete días previstos para el lanzamiento de Felipe VI pueden acabar lastrando su proyección.

Habría sido mejor que la reforma de la Constitución antecediera a la abdicación del Monarca que apadrinó la Carta Magna de 1978. No pudo ser. Pero ello en ningún caso convierte la sucesión entre Juan Carlos I y Felipe VI en un acontecimiento que tome la delantera a las renuencias políticas y partidarias al cambio. Como si reformar la Constitución o buscar alguna salida intermedia al independentismo catalán fuese tan sencillo como que un padre que supera en diez años la edad de jubilación a la que aspira el nuevo sistema de pensiones ceda la corona y el cetro a un hijo de 46.

Por su propia naturaleza, la Monarquía no puede ser nunca modélica en la transformación y apertura de una sociedad. El resto del edificio constitucional debería estar del todo apolillado para que la Corona se situara en vanguardia de los cambios necesarios. Claro que puede contribuir a ellos, pero siempre que cumpla consigo misma las funciones que le encomienda la Constitución. Siempre que sea capaz de ‘arbitrar’ de otra manera sus propias crisis, y siempre que se ‘modere’ en su exposición pública. En suma, siempre que no intente liderar nada recurriendo a lugares tan comunes y desprovistos de sentido, por manidos, como «la unidad en la diversidad» o el «impulso a la innovación».

Es posible que el futuro Felipe VI y quienes le rodean estén viviendo estos días con la ansiedad que supone relevar al padre. Encelados en ese empeño pueden olvidar que su problema se encuentra en otra parte. En estos momentos, la Corona no necesita hacerse valer como una institución imprescindible; más bien precisa mostrarse simplemente útil. Y necesita pasar lo más desapercibida posible, en un ambiente de normalidad y sin excesivas pretensiones respecto a los desafíos de la España plural, diversa y en crisis. Nada sería peor para la Monarquía que ver a los monárquicos salir a la calle en su defensa. Porque no son los monárquicos sino los constitucionalistas los que sostienen la institución.

KEPA AULESTIA, EL CORREO – 08/06/14