Educar

¿Sería posible plantear la necesidad de imbuir a las nuevas generaciones de un espíritu crítico respecto a los supuestos que acompañan a la ciencia moderna, respecto a la idea de que todo es solucionable, de que en definitiva la naturaleza, el entorno, el cuerpo, la sociedad, la vida es una máquina ajustable, reparable, reconstruible, con piezas intercambiables, sujeta a la causalidad lineal?

La nueva asignatura de Educación para la Ciudadanía ha vuelto a abrir el debate educativo. Y como casi todas las últimas veces que se ha abierto esa discusión, cuenta con todas las posibilidades de ser un debate planteado de forma falsa y que se cerrará también de forma falsa. Creo que lo plantean de forma falsa quienes arremeten contra la nueva asignatura. Y creo que lo quieren cerrar del mismo modo quienes la defienden.

Llevamos demasiados años en España cambiando las leyes que afectan a la escuela, su estructura y los contenidos de la enseñanza. Siempre que de la mano de los cambios legales se abre el debate, se comienza por discutir sobre la educación, sobre los valores a transmitir en la escuela, y se termina discutiendo exclusivamente del fracaso escolar, de la mayor o menor capacidad de la escuela para transmitir conocimiento. Se olvidan los valores y se limita el debate a los conocimientos de lengua, de matemáticas y de ciencias naturales que adquieren las nuevas generaciones.

Esta constatación pone de manifiesto que todas las sociedades modernas tienen un problema serio con la educación, con la transmisión de valores -que no otra cosa es educar- en la escuela, en la familia y en el conjunto de la sociedad. Se engañan quienes, en el debate sobre la nueva asignatura, afirman que los valores se transmiten en la familia: si no hubiera dificultades de transmisión de valores en la familia tampoco los habría en la sociedad en su conjunto y, como consecuencia, tampoco en la escuela.

La cultura moderna se ha construido sobre la crítica radical de la tradición. Esa crítica conlleva la de todos los valores recibidos. A esa crítica radical de los valores recibidos le opuso la Ilustración la fe en la posibilidad de construir nuevos valores sobre el fundamento de la razón natural, universal y propia de todos los seres humanos. La historia de esa razón natural en la modernidad ha sido la historia de una división: gran éxito en las ciencias naturales y gran fracaso en los ámbitos de las ciencias humanas y sociales. Exactitud y verdad en las ciencias naturales, y relativismo -es decir, incapacidad para aceptar un tesoro compartido de valores sustantivos- en la moral y en la ética.

Esta división ha alcanzado plenamente a la escuela y a la familia: las materias fuertes son las que se pueden formalizar según la razón que funciona en las ciencias. Las materias que importan, no sólo en la escuela, sino aquellas cuyas notas importan sobremanera a los padres, son las matemáticas y las ciencias -y ahora la tecnología, incluyendo la informática-. El resto son ‘marías’. Con dos consecuencias serias: asumir que las ciencias exactas y naturales no poseen ningún transfondo ideológico, no conllevan valores, algunos criticables -llama la atención con qué rapidez se ha olvidado la llamada progresía y la izquierda del Mayo del 68 de Adorno y Horkheimer, de Marcuse, de Ivan Illich y otros-. Y, por otro lado, con la consecuencia de que el debate se desata precisamente por las ‘marías’, por aquellas materias en las que los valores no están ocultos, sino que conforman el contenido mismo de la transimisión del conocimiento.

La falsedad del debate a la que me refería al comienzo proviene de que cuando, hace un par de años, se discutía de la asignatura de Religión, y ahora cuando se discute la Educación para la Ciudadanía, no se quiere ver más allá de ese debate, no se quiere ver que el verdadero problema está en la dificultad estructural de la cultura moderna con los valores, con la educación misma en la medida en que va más allá de la transmisión de conocimiento.

Pongamos un ejemplo: ¿Sería posible plantear la necesidad de imbuir a las nuevas generaciones de un espíritu crítico respecto a los supuestos que acompañan a la ciencia moderna, respecto a la idea de que todo es solucionable, de que en definitiva la naturaleza, el entorno, el cuerpo, la sociedad, la vida es una máquina ajustable, reparable, reconstruible, con piezas intercambiables, sujeta a la causalidad lineal? ¿Es de ésto de lo que se trata cuando se predica la necesidad de educar a ciudadanos críticos?

Es falso el argumento de que el Estado -no el Gobierno- no tiene nada que buscar en la educación en valores de los futuros ciudadanos. Es a la inversa: no sólo tiene derecho, sino que tiene la obligación. Pero también es falsa la afirmación de que quienes plantean ahora críticas a la nueva asignatura están en contra de que en la escuela se enseñe democracia. Porque ¿qué es democracia, quién la define, cuáles son sus valores irrenunciables, si es que los tiene? Porque algunos de los que tan ardientemente defienden la nueva asignatura defienden también que puede haber muchas formas y distintas de democracia, y que los países occidentales no son quiénes para decir a los demás cómo se debe ser demócrata.

Aquí está el meollo de toda la cuestión: la democracia se desarrolla a partir de algunos principios no necesariamente jerarquizables (I. Berlin) como son la libertad de conciencia, la aconfesionalidad del Estado, la división del poder y su limitación, el respeto a las minorías y el sometimiento del poder constituyente al derecho y a las leyes, defensa del pluralismo, libertad de partidos políticos y libres elecciones. Y todo ello conduce a la afirmación de que la democracia vive de que no hay verdad absoluta, no hay verdad última, que no hay identidad normativa, obligatoria para todos; que lo que permite la convivencia de distintas verdades, de distintas creencias, de distintas identidades, de distintos intereses es la existencia de un espacio público no ahogado por ninguna creencia, ni por ninguna identidad, ni por ninguna ideología, ni por ningún interés, sino regulado por reglas y procedimientos asumidos por todos.

Pero lo que se asume son las reglas y los procedimientos, y la verdad de que no hay verdad absoluta. Por esta razón sólo se pueden enseñar los llamados valores constitucionales, que se resumen en los derechos y las libertades fundamentales, los supuestos que los soportan y la necesidad de asumir las reglas de convivencia. Pero nunca puede ser materia de enseñanza el contenido de una ley particular, el contenido de leyes particulares, formas concretas de desarrollar los derechos y las libertades fundamentales.

Porque lo que se debe transmitir en la escuela es el valor fundamental y el derecho que asiste a toda persona en un Estado a discrepar del contenido de todas y cada una de las leyes, siempre que las acate. No se es ciudadano ni se adquiere derecho de ciudadanía por defender exclusivamente el matrimonio heterosexual, pero tampoco es obligatorio defender el matrimonio homosexual, ni se deja de ser ciudadano por pensar que puede haber otras formas de regular las relaciones homosexuales respetando el principio de tolerancia y de libertad sexual siempre que no se haga daño a otra persona.

Democracia implica la posibilidad de acatar las leyes sin tener que creer en la verdad de cada una de ellas, sin tener que asumir que cada una de ellas es la verdad. Si en democracia es necesario respetar a las minorías, la razón no es simplemente la necesidad de ser tolerantes, sino la idea profunda de que las mayorías no hacen la verdad, y que por lo tanto ésta, en parte, puede estar en las minorías. Democracia implica tolerancia, pero no indiferencia. Tolerancia no es comportarse a partir del principio de que todo es igual, que cada uno haga lo que le dé la gana. Ese principio no equivale a tolerancia, sino a falta de respeto al otro, a la alteridad. Significa no tomar en serio al otro: no me importa ni lo que piensa, ni lo que haga, ni su forma de comportarse. Me da igual. Tolerancia, por el contrario, se adquiere cuando lo que el otro piensa, lo que el otro hace, su forma de comportarse me interpela, me hace dudar de mí mismo, me cuestiona en mis convicciones. Y sin embargo le tomo en serio, le respeto en todo aquello que, aunque me produzca dificultades, lo entiendo mientras no vaya en contra de los derechos humanos universales.

En unos tiempos en los que la vida misma, su definición, está en cuestión, ha dejado de ser evidente; en unos momentos en los que, como afirma Giorgio Agamben, se está dando al mismo tiempo la juridificación casi total del ser humano y de la vida por un lado, la biopolítica de Foucault, y la desprovisión creciente de derechos a los mismos humanos por otro, sería conveniente centrar el debate en sus justos términos, las dificultades con la educación en valores, y acercarse al problema con un poco de humildad, sin esa sensación que una parte y otra transmiten de estar en posesión de la verdad.

JOSEBA ARREGI, El Correo, 1/8/2007